El sentido menos común

El sentido menos común

 

Cuando viví en Italia trabajé un tiempo como guía turística en Roma.  Imaginen la estación central de una de las ciudades más concurridas  desde Nerón y más atrás.  Buses, taxis, palomas gordas buscando comida, puestos de venta de libros viejos, excursiones de bachilleres, pitos, rusas divinas jalando maletas en tacón puntilla, olor a kebab.

Trabajaba en el 110 Open, un bus rojo de dos pisos, abierto arriba, que daba la vuelta por el centro histórico. Los turistas se podían bajar y subir en cada monumento durante todo el día y nosotras, porque éramos sólo mujeres, debíamos ir explicando por micrófono los diferentes sitios de interés y anunciando las paradas.

A medida que se acercaba la primavera nuestro estado de ánimo iba mutando  a la par con el paisaje. Dejábamos atrás la calma de un invierno  con pocos turistas,  árboles pelados y  tiempo para un capuchino entre recorridos.  Después de mayo, con el verdor de las hojas nuevas germinaban también manadas de turistas. En junio era ya como si nos echaran a cocinar en una olla a presión: 40 grados,  los zapatos se nos pegaban al andén que se derretía, corríamos despeinadas vendiendo tiquetes y explicando monumentos. Echábamos humo, del estrés, del calor, de la rabia o de la risa con las situaciones que se presentaban todos los días.

El 110 Open era sólo una atracción turística, pero ya en julio parecía la entrada al arca de Noé antes del diluvio: las filas eran ahora  montoneras de gente que se daba codazos y puños  y se insultaba en varios idiomas. Cada vez que el conductor abría la puerta en las paradas, una explosión de piernas, brazos, cachuchas y sudor nos empujaba hacia adentro. Cuando nos era  imposible controlar la turbamulta, llamábamos a la policía.

Y es que TODOS los turistas querían subirse al piso de arriba, TODOS… Pero si llovía, si el cielo osaba refrescar el ambiente, estas deidades en chanclas bajaban dando tumbos del afán y con cara de nunca haber visto una gota de lluvia en su vida:

– ¡Quiero mi plata ya, devuélvame la plata de mi tiquete!

-¿Pero por qué, señor?

-Está lloviendo,  ¡Me estoy mojando!

Yo sonreía y me quedaba mirándolos. Quería de verdad entender  el laberinto de esas cabezas sudadas, vislumbrar una luz al final de túnel, si es que había, quería sacudirlos, quería gritarles,  quería explicarles con plastilina:

– EL bus se llama 110 OPEN ¿cierto? OPEN  A-B-I-E-R-T-O, ¡ABIERTO!… Con la capacidad de discernimiento que madre naturaleza buenamente te regaló ¿no se te pasó por la mente que si llegaba a llover te podías mojar??

Pero en cambio, perdiendo toda esperanza en la especie humana cuando sale de vacaciones, yo simplemente seguía pelando la muela:

-Yes, Sir… Por supuesto, inmediatamente le devuelvo su dinero…

Un día terminando mi turno, subí al segundo piso para darme un brake. Miré hacia abajo pensando en los huevos del gallo.  En el prado contiguo al Coliseo había una pareja de japoneses de unos 60 años. Estaban sentados en el pasto, sin zapatos. Comiéndose un helado.

Y pensé: eso quiero. Eso es lo que quiero para mí y hoy más que nunca, eso quisiera para mi hija. Ojalá el hada madrina le regale sentido común, ese tan raro. Que sea como los dos japoneses. Que en vacaciones le parezca más lógico comerse un helado sin afanes antes que seguir haciendo filas y cumpliendo horarios. Que le huya a las turbamultas. Que  le parezca  más natural quitarse los zapatos para saber qué se siente pisar el pasto de una ciudad muy vieja.

Pero sobre todo: Que si se sube en un turibus ABIERTO deduzca que por su carácter ABIERTO y de acuerdo con  la ley de la física y la ley de Murphy,  existen altas posibilidades de que llueva y se moje. Que no reclame, que tenga un espíritu gozón y disfrute la lluvia como parte del paseo.

 

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