Me despierto y abro la ventana: cielo azul, el sol brilla, los pocos pájaros que quedaron después de que la administradora decidiera talar unos 6 árboles, cantan. Me baño largo aprovechando que mi hija está con el papá y tengo tiempo, finalmente, para el estropajo y la mascarilla exfoliante. Salto de la ducha cantando y me pongo unos jeans, unos tenis, cojo una manzana. Salgo del apartamento y hundo el botón del ascensor con ganas. Cuando se abre hay un muchacho flaco con cara de sueño.
-¡Buenos días!, le digo con tono de recreacionista.
-Buenos días, señora…
Primer piso, la puerta se abre y salgo con afán. En el cielo ya se ven algunas nubes, seguro va a caer un aguacero bestial. No veo ya ningún pájaro cantando, sólo los troncos mochos de los que en otra vida fueron árboles y mientras bajo al parqueadero pienso:
-¿Señora? A ver muchacho del ascensor: necesitas gafas y unas buenas. ¿Señora? Como diría Robert de Niro en Taxi Driver: ¿Are you talking to me?, ¿Te parezco una señora? Si yo soy como tú, ¿no ves mis tenis?, si nos separan sólo… ¿20 años?… Miércoles… Cuando yo ya estaba en edad de merecer, tú eras apenas un bebé… Ni eso, tal vez eras sólo un proyecto de flaquito con cara de sueño navegando en el éter y yo ya iba a conciertos de Soda Stereo.
Siempre parecí menor. En el colegio fui siempre de las primeras en la fila por mi tamaño y mis facciones aparentaban dos, tres años menos. A los 13 eso era un problema porque me gustaban los de 15 pero yo parecía de 11 y aunque me ponía años y tacones, ellos, como dicen en Méjico, ni me pelaban; estaban ocupados concentrando hormonas en las de 17. Yo me empecinaba en las bondades del maquillaje para parecer más grande. Como mis amigas, me echaba un colorete rosado nacarado que se llamaba “Primavera 13” ellas se veían lindas y yo disfrazada. El nácar tampoco me ayudaba mucho.
Pero después de los 25 la cosa cambia, diría que es totalmente lo contrario. Hoy en día, si el cajero del banco me dice “señorita” salgo como en un musical: silbando y bailando mientras salto las cintas de seguridad.
Una vez a a los 29 años en un supermercado gringo no me vendieron vino porque, según ellos, era menor de edad. Les mostré mis documentos, pero no hubo poder humano. Llamaron al administrador e hicieron un debate abierto con los cajeros en donde cada uno me ponía una edad. No se pusieron de acuerdo, pero eso sí coincidieron en que no podía, de ninguna manera, ser mayor de edad. Me fui rezongando, fingiéndome furiosa, sin el vino, pero feliz porque mi carita que por años ignoró las ventajas del bloqueador solar, destilaba jovialidad.
Sin embargo el tiempo pasa hasta para Peter Pan. Y sí, hoy soy una señora, nada que hacer, sino asumirlo con decoro. La última ratificación la recibí hace poco. Me llaman para un casting. Debo sólo sonreír mientras un ventilador hace que mi pelo se alborote en todos los sentidos. Me escogen, ¿Seré la imagen de una crema dental o de un champú? Me visualizo grabando en una playa paradisíaca con mi pelo al viento.
Llega el día de la prueba de vestuario. Me siento a esperar. Junto a mí, dos adolescentes escurridos en un sofá no despegan sus ojos del celular. Entra el asistente de producción:
-Ah, te presento a Juliana y Felipe, tú vas a ser la mamá y ellos los hijos…
¿Qué? ¿Y la playa? ¿ Y el champú? ¿Y mi cara de eterna adolescente?… Cuando te llaman para un comercial que no es de productos de belleza sino de un banco y te ponen como madre de dos que ya tienen pase y derecho a emborracharse, entonces no hay duda alguna: oficialmente se es una señora. Moderna, jovial, descomplicada, con tenis, lo que sea, pero señora al fin y al cabo. Y más vale empezar a averiguar con pelos y señales qué es eso del señorío porque es lo que nos toca de aquí pa delante.
Aquí les dejo el comercial o la prueba fehaciente de mi señorío:
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