A palo seco: historia de mi parto

A palo seco: historia de mi parto

Una profesora  de la universidad nos contó una vez que la noche en que ella nació había una fiesta en su casa. Su mamá estaba bailando y aplaudiendo cuando sintió como si estuvieran tocando un tambor, pero desde adentro.

-Voy al baño.

Dejó a su parejo en la pista y subió las escaleras de dos en dos, moviendo las caderas al paso con la música. Después de una hora y media bajó con un bebé. Y siguió bailando.

Si ella pudo, yo también podré. Con la imagen en mi cabeza de esta mamá que parió a palo seco y pudo continuar su fiesta, asisto al último control con mi ginecólogo. En la sala de espera todas las mamás parecen esconder debajo de sus blusas sandías y papayas, unas más maduras que otras.  El doctor me llama y entro al consultorio. Mi  balón de basket  se abre camino y después entro yo. Me siento tan rápido como me lo permite el dolor de coxis que tengo desde hace una semana y hablo con rigor científico:

-Doctor, ya sabe que quiero un parto lo más natural posible, sin epidural, cero anestesia, nada químico, a palo seco.

El hombre cuyo trabajo es nada menos que dar la bienvenida a este planeta apenas sonríe.

A palo seco, claro que podré. Si enseño yoga y Pilates, si ya me hice por internet el curso completo de hipnoparto, si me la paso respirando profundo y haciendo visualizaciones mientras manejo en los trancones, en la parada del bus, en la fila del mercado.

El día ya se acerca y organizo las cosas para llevar a la clínica: ¿A quién le importan los brasieres de lactancia, las pijamas abiertas adelante o las toallas de maternidad si puedo llevar mat de yoga y pelota de Pilates?

Espero esa fecha como en una cita a ciegas con los días, cualquiera puede ser el perfecto, pero no lo voy a saber hasta que se revele tal. Cada mañana me levanto como esperando enamorarme, pero no, en la noche me voy a dormir y nada ha pasado, sigo cargando mi entrañable balón de basket.

Una noche me acuesto a  dormir y en la madrugada siento punzaditas en la espalda. Acomodo la almohada, cambio de lado, sigo durmiendo. Las punzadas continúan y se hacen más fuertes. Me paro, camino hacia el baño y cuando abro la puerta siento un bombazo debajo mío, sale agua, rompí fuente. Al cabo de una hora estamos subidos en un taxi rumbo al hospital.

Por fin llegó el día y ahora si siento que las horas me agarran de la mano y me van jalando hacia el parto. Y entiendo que todo lo que hice ese día: comerme un mango, acostarme con las piernas arriba apoyadas a la pared, reírme con mi mamá, eran sólo aderezos de este viaje sin reversa.  Estoy metida hasta el cuello en el torrente de la vida. Y en un taxi chiquitico con un balón de Pilates, un mat de yoga, una barriga de 12 kilos. Me acuerdo de mi amiga Federica que ya en sala de partos gritaba: ¡Yo me voy, yo me voy! …Mientras el taxi avanza en una Bogotá deshabitada de 3 de la mañana, tengo la certeza de no poder echarme para atrás ni aunque saliera corriendo.

Me siento como cuando tenía 6 años y nos fuimos a unas piscinas en Santander de Quilichao. Desde que llegamos, no hice sino pedir y pedir que me dejaran tirar del tobogán más alto. Al final, ya casi antes de irnos, mi papá accedió. Subí las escaleras como si fuera a reclamar un premio y cuando estaba allá sentada en la punta del tobogán viendo desde arriba las cabezas de mis primos debajo del agua, me quise devolver.

Entendí que no había marcha atrás, que nada de lo que yo hiciera me podía bajar de allá. Todas las fuerzas del universo me empujaban hacia mi piscina ineludible: la gravedad que jalaba hacia abajo, mi papá atrás esperando que me tirara, mis primos gritando y haciéndome barra desde abajo. Miré a mi papá con la última esperanza de que por efecto de la telepatía entre padres e hijas él supiera que no, que ya no me quería lanzar.

-¡¡¡Hágale, pues!!!

Me dio un empujón, cerré los ojos y me boté…

Son las 3 de la mañana. Estoy con una bata y un gorrito azul cielo, me veo como una de las  flores malas de Alicia en el país de las maravillas. Las punzadas son ahora corrientazos  y yo solo tengo ganas de que me pongan una plancha caliente en la espalda.  Desde mi  cama esponjada veo a mi mamá en un rincón: sonrisa fingida, encartada con mat de yoga en una mano y pelota de Pilates en la otra.

Estoy apenas en dilatación 2. La enfermera pregunta algo. Sólo alcanzó a oír al final de la frase: anestesia epidural. Las respiraciones del curso de hipnoparto  arrancan como si fueran las reinas de la fiesta  y terminan opacadas por un grito que coge impulso desde lo más profundo de mis pulmones:

-¡¡¡Pónganme la anestesia ya!!!!!

El parto a palo seco que tanto planeé quedó relegado en una esquina de la habitación junto a un mat de yoga mal doblado y una pelota morada gigante que rodaba se vez en cuanto como buscando su lugar en el mundo, que evidentemente no era ese.

No había más que hacer: como esa vez en Santander de Quilichao, cerré de nuevo los ojos y me boté por el tobogán. Después de una cesárea súper rápida a las 10 de la mañana del 5 de septiembre caí en una piscina donde me esperaba alguien. La vi, me dieron ganas de bailar y aunque mi parto no fue a palo seco supe que esa fiesta, nuestra fiesta duraría toda la vida.

 

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