El motor de mi vida

mi carrito y yo

Cuando mis papás compraron su primer carro yo tenía como 5 años. Era un Simca anaranjado y para dos personajes que habían dejado la adolescencia apenas ayer, tener su primer carro los llenaba de orgullo.

A mi papá le encantaba darme vueltas por la cuadra a una velocidad tan lenta que un día le pregunté que por qué mejor no nos íbamos a pie. En realidad el Simca como vehículo nunca cumplió su función, pero era tan acogedor, con su cojincito de colores tejido en croché ( que mi mama ponía en el asiento para alcanzar los pedales) y su calorcito interno, que se había convertido más bien en un espacio de socialización. Una especie de salita portátil en la cual charlar mientras uno se daba una vuelta por el barrio o se fumaba un cigarrillo. Eran los inicios de los 80s y los adultos de la familia, amigos, vecinos, todos, fumaban con nosotros los niños dentro del carro, incluso con las ventanas cerradas (!).

Cuando las necesidades de desplazamiento exigieron ser tomadas en serio, vendimos al simpático Simca. Creo que mi papá nunca lo supero. Pasó por varios dueños y después de años a veces llegaba a la casa emocionado, como si se hubiera reencontrado con un viejo amigo:

-¡Adivinen qué… Lo vi!… parqueado en la tercera con novena, al frente a Telecom, lo estaba manejando una viejita de gafas…

Luego llegó a nuestras vidas un samurai. Serio, profesional. Un Susuki rojo que hacía que mi mamá se viera como Rambo al volante (hasta tenían el mismo corte de pelo). Era un tanque con carpa de plástico y hierros salidos. Una vez me enterré uno en la rodilla y estaba tan oxidado que me tuvieron que poner la vacuna antitetánica. Nunca nos dejó varados, él hacía su trabajo, ni más ni menos. Nunca con el carisma del Simca pero si con la experticia de uno que ha recorrido  mucho en la vida. Nos llevó a Quito, Bogotá, Guayaquil. Combatió con charcos de lodo en medio de aguaceros torrenciales, el agua se entraba por los plásticos y nos moríamos de frío, pero salimos siempre victoriosos por adversa que fuera la borrasca. Nunca nos dejó tirados.

Luego en mis épocas de feliz e indocumentada en Italia, conocí a fondo a una tipa muy liberada: la moto. Una que te miraba siempre con cara de:

– ¡Hoy hay que hacer algo monumental!

Pelo al viento, escapadas a la playa, tullirse en invierno, calcinarse en verano: esa era la moto. Pasamos buenos momentos, pero no me conquistó. La idea de verme siempre como la hormiga atómica con un casco gigante nunca logró entrar en mi ideal estético. Sin traumas, nos dejamos de frecuentar. Si por ahí me la topo alguna vez, intercambiamos saludos cordiales y ya.

Ya de adulta y antes de quedar en embarazo por fin logré adueñarme de uno que había sido mi amor platónico por varios años. Un Volkswagen escarabajo que había pertenecido a mi hermano y después a mi tío. Un gentleman. Un lord alemán que no pedía ni agua y que educadamente se varaba solo cuando yo ya estaba entrando al parqueadero. Me ahorró meses de gimnasio, pues el timón era tan duro que saqué brazo manejándolo y perdí muchas calorías en las curvas porque yo sudaba tratando de girar el volante. Pero en las subidas nadie como él. Jóvenes carros pretensiosos de modelos nuevos nos miraban con desdén empezando la loma. Después de pocos metros, se colgaban y mi príncipe veterano los iba dejando atrás con la discreción de su clase. Sin bulla, sin aspavientos.

A pesar de su nobleza no era objeto de codicia, tal vez por ser modelo 1966 ya sus piezas no eran apetecidas por amigos de lo ajeno. Así  que yo lo dejaba tirado en cualquier andén a cualquier hora y a mi regreso allí lo encontraba esperándome: impecable y completo.

Hasta que mi barriga de embarazada empezó a crecer y crecer. Y como el asiento no era graduable, el timón empezó a apretar y apretar. La maternidad inauguraba una nueva etapa de mi vida y mi adorado Gregorio, así se llamaba desde antes de ser mío, ya no tenía cabida en mi nuevo estado. ¿Dónde habría podido meter yo el coche?, ¿el coche y el mercado? ni hablar. Y los amortiguadores o más bien la falta de amortiguadores que me hacían sentir viva cada vez que nos elevábamos y saltábamos en cada hueco ya no eran lo ideal para un bebé.

Así que hice de tripas corazón y tome una decisión sesuda. Como cuando uno termina una relación a distancia con el hombre ideal porque vive lejos.  Un día lo arreglé, lo pinté, lo enceré, lo peiné y lo puse en venta. Muy a mi pesar, lo vendí.

Ahora, después de casi dos años, a veces llego a la casa con una sonrisa de oreja a oreja y les digo emocionada a mi marido y a mi hija:

-¡Adivinen qué… lo vi!, era él, estoy segura, parqueado en la 134 con décima abajo del supermercado.

 

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