Mi hermano y yo

Mi hermano y yo

Yo  era la reina de la casa desde mucho antes de nacer. Cuando mi mamá estaba en embarazo, su barriga era la más grande de la ciudad y ella, que desde los 12 años había soñado con ser mamá, se pavoneaba orgullosa por las oficinas del Seguro Social donde trabajaba como secretaria. Sentada en su escritorio se sentía desperdiciada,  pues la mesa le tapaba la barriga. Así que buscaba cualquier excusa: ir por el café, llevar unos papeles al tercer piso, sacar unas fotocopias, lo que fuera con tal de exhibir su balón de oro. 

-¡Allá viene Gloria!

Decían en  el barrio cuando veían irrumpir por la esquina de la cuadra una bola gigante pegada a una muchachita escuálida que se dejaba arrastrar orgullosa por ese globo de la vida.

Nací chiquita, con los ojos abiertos. Todos quedaron sorprendidos, dado el tamaño de barriga de mi mamá. Pero fui muy ágil desde bebé.

Fui precoz. Al año ya hablaba clarito. Mi tía Clara que estudiaba pedagogía infantil me llevaba  a sus prácticas en la universidad donde me hacían pruebas para que sus compañeras vieran cómo era de cerca un bebé prodigio. Un día me mostraron dos cordones de zapatos de tamaños diferentes:

– ¿Cuál es más grande?

-Pues el azul.

-¿Y nos podrías decir por qué?

-Pues  porque  nació primero.

Así pasé los primeros tres años de mi vida, siendo el centro de atención de toda la familia. Un día y de un momento a otro mi mamá me dejó de cargar. Su barriga le empezó a crecer y cuando yo le pedía que me cargara me explicaba que no podía porque allí adentro había alguien. Allí adentro estaba el hermanito.

El único hermanito que yo conocía bien de cerca era el de mi vecina Alexandra. Él era mayor que ella y cuando yo  le veía la barriga a mi  mamá me imaginaba al hermano mayor de Alexandra viviendo allá adentro.

Qué emoción cuando él naciera, jugaríamos con pistolas de agua y me llevaría de la mano a  la tienda de la señora Ruca a comprar gomitas. Todos los niños de la cuadra me iban a mirar con envidia al ver lo grande que era mi hermanito.

Una mañana me desperté y no vi mi mamá por ningún lado. Había salido de madrugada para el hospital ya con las contracciones.  Cuando llegué al comedor y pregunté por ella, mi papá me estaba esperando ya bañado y listo. Me entregó  una bolsa transparente de animales de caucho en varios colores:

– Este es el regalo del hermanito… Ahora lo vamos a conocer.

Los animales me encantaron. Todavía no lo conocía, pero ya me caía muy bien este personaje.

Llegamos al hospital y lo primero que vi fue una cuna de barandas rojas  con un bombillo alumbrando una cabeza mona.

–Pero es como amarillito, ¿no?

El hermanito nació blanco inmaculado, con dos ojitos azules que hacían suspirar y un pelito del mismo color del de mi muñeco Tumbelino.

Llegaban las visitas a conocer al hermanito y no musitaban palabra, apenas ponían un pie en la habitación perdían el don del habla, que recuperaban minutos después:

-¡Es el bebé más lindo que he visto en toda mi vida!

-¡Qué pelo, qué piel de porcelana!… pero los ojos… ¿han visto los ojos? ¡qué ojos! tiene ojos de gato.

Yo desde un rincón, viendo el tumulto que se armaba alrededor de esta criatura extraordinaria me preguntaba:

-¿Y entonces yo tengo ojos de perro?

El hermanito resplandecía, y no en sentido figurado, literalmente brillaba y más por sus colores tan poco comunes en estos parajes. Por esos misterios de la genética,  toda la hermosura de mi abuela paterna no se había revelado en ninguno de sus hijos o  sobrinos, sino que se había reservado entera para tomar carne con toda su fuerza en el último nieto.

Volvimos todos a la casa y encontramos a mi tía que había viajado desde Cali para conocerlo:

-¿Cómo te pareció el hermanito?

Me encogí de hombros  retomando mis animales de caucho:

-No sirve para nada. Ni habla ni camina.

Se llegó navidad y una comitiva del barrio golpeó en mi casa con panderetas y buñuelos. Le querían pedir a mi mamá que por favor les prestara el bebé para que fuera el niño Dios del pesebre vivo que escenificarían el último día de la novena. En medio de un buey de trapo y una virgen y un san José de 7 años mi hermanito hizo su debut actoral. No le pude ver la cara porque yo tenía el papel de ángel junto con otros  60 niños del barrio. Fuimos ubicados  en los extremos, me quedaba muy lejos el pesebre de Belén.

A mi hermanito le salieron dientes y empezó a caminar. Como yo, desarrolló un gusto exagerado por las golosinas que devoraba  aún con más avidez que la mía, lamiendo, mordiendo y masticando todo tipo de galguerías. Los dulces había que escondérselos  porque no paraba hasta devorarlos todos.

Mi nonna nos llevaba todas las tardes galletas can-can de chocolate. Yo las recibía y las escondía.  Y esperaba. Cuando él ya se las había engullido por completo, ahí si yo sacaba mis galletas, una por una, haciendo bulla con la envoltura de plástico. Las masticaba despacito.

-¿Me das? Preguntaba sonriendo con sus dientecitos de luz.

Yo recogía las migajas y las lamía:

-NO.

Él se quedaba allí paradito, pasaba saliva y seguía con  sus ojos todo mi ritual de comerme las galletas hasta que finalmente me las acababa sin darle la más mínima miga.

Esa era mi pequeña compensación. Yo ya no era la reina de la casa. Tendría que compartir el trono por el resto de mi vida. Pero las galletas, las galletas eran mías y sólo mías.

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Con mi hermano ya de grandes

 

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