Buen karma

Embarazada

Estoy al final de mi embarazo. Me voy con  mi carga extra y venerada a hacer un trámite en una de esas instituciones públicas llenas de gente, filas y tableros con números rojos cambiantes en donde se define el destino de los presentes. Todos con su papelito en la mano, mirando de reojo a ver si el del al lado tiene un número que va primero, esperanzados en que en el antipático tablero aparezca esa señal, ese signo que nos diferencia de los demás y que nos da derecho a levantarnos con la frente en alto, transitar entre la muchedumbre iluminados por una luz y mirar a los otros con una especie de compasión y soberbia mientras dejamos el puesto vacío hacia nuestro camino a la gloria: el cubículo.

Pero yo tengo 8 meses de embarazo, el dolor de espalda y la presión en la vejiga me dan derecho, ni más faltaba, a un turno preferencial.  Desde mi asiento voy echándoles ojo a los funcionarios que atienden al público. Leo, descifro, interpreto. Uno bosteza, se ve lento pero buena gente. Otro golpea los pies en el suelo con un ritmito constante mientras habla con el usuario; seguro tiene afán para irse a almorzar.

Se ilumina el tablero y aparece mi número. Me recibe un joven de ojos claros y saltones con gafas que come chicle con la boca abierta.

-Buenos días, quería saber si es posible hacer un cambio en el registro de…

Sin despegar los ojos del computador, me interrumpe:

-No es posible.

-Pero si me dijeron que…

-Le dijeron mal, ¿Se le ofrece algo más? Porque hay gente esperando.

Masca chicle y me mira como amenazándome con su movimiento de boca,  abre y cierra, me acuerda de pacman persiguiendo a los muñequitos.

-¿Usted quién se cree para tratar así a la gente?, si no le gusta el servicio al usuario trabaje en otra cosa, su sueldo se lo pagamos nosotros y deje de comer chicle cuando atiende al público. ¿Quién es su jefe, me llama a su supervisor para ponerle la queja?

Todo esto me lo digo a mi misma mientras camino hacia la salida. Muchas veces me pasa, que cuando me tratan de una manera que no espero, me cogen fuera de base y me quedo muda. Toda la retahíla que hubiera podido decirle me sale después, como dice el vallenato, no entiendo  por qué  a uno la vida le ofrece las cosas cuando ya pa qué.

Ya voy en la puerta de salida y todavía pensando: ¿por qué habrá gente tan agria?, pienso en devolverme, sí, me voy a quejar. Miro para atrás, pero las escaleras me desaniman, volverlas  a subir con estos 12 kilos de barriga, ni hablar. Mejor dejo así.

Mientras espero que me recojan,  pasa de largo, corriendo como para tomar impulso y volar con su corbatica, el funcionario del cubículo. Va contento. Quién diría que la misma cara de limón podrido de hace un rato es esta que veo ahora,  tan pimpante y rosada,  tal vez va a una cita romántica. Los tres pelos que tiene se le mueven en cámara lenta con el viento mientras corre.

Pero el karma no se queda con nada. Benditos los huecos de esta ciudad, sus piedras y sus grietas solidarias con la vida que se gesta en el vientre de una mamá maltratada por un yupi criollo. El hombre salta para atravesar la calle, esquivando charcos porque ha llovido. Con sus ojos verdes me parece un Rin Rin renacuajo tan tieso y tan majo que se enreda y mete la pata en el hueco más amable y tal vez profundo de Bogotá. Cómo gozo. No lo puedo evitar.

Saca sus paticas de rana emparamadas y llenas de barro. Sus gafas han volado a mejor vida y su maletín se ha abierto en el aire desparramando papeles y documentos en los que seguro está escrita la suerte de más de uno en manos de éste sapo mojado.

Entonces llega el taxi a recogerme. Paso por su lado sacando mi barriga y asegurándome de que me vea y  me reconozca y se acuerde de lo mal que me atendió y de que en una revelación divina tal vez asocie su desdicha actual con su pésimo servicio al cliente.

Abro mi paraguas de colores con gracia, como haciendo una reverencia. Estoy completamente seca y me subo en el carro dando un portazo.  Sus pantalones escurren de fango y mugre y ya no masca chicle, pero tiene la boca abierta. Me acomodo con calma en el asiento de atrás y a través del vidrio le doy quizás la última mirada que cruzaremos en nuestras vidas.

Y mientras el taxi arranca y me alejo de su infortunio, le ofrezco mi sonrisa más maternal.

 

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