Alfajores

Alfajores

Después del terremoto de Popayán en 1983 nuestro apartamento quedó como la casa de la Barbie: desde afuera se podía ver el comedor, la sala, los baños desmoronados y el edificio que era de 5 pisos había quedado de 3. Ante la obvia imposibilidad de seguir viviendo allí, mi tía nos ofreció posada en Cali.

Su apartamento era en una zona tan central que recuerdo dormirme con el sonido de los camiones, un ritmo ronco hasta que yo cerraba los ojos.

Al otro día me despertaba la voz de un señor cantando ópera. Era el vecino, un argentino con muchos hijos que vivía abajo, en un apartamento del tamaño de una caja de fósforos. Este señor, desafiando las reglas del diseño de interiores y me imagino que también las de salud pública, había montado allí su propia pastelería.

Todos los días sagradamente a las 4 de la tarde nos mandaban a mis primos, mi hermano y a mí a comprar alfajores. La puerta se abría como un campo magnético que nos chupaba. El espacio diminuto de este apartamento de tal vez 30 metros cuadrados se volvía una serpiente infinita. Harina por todos lados, latas llenas de pan caliente, la abuela amasando, un gato a punto de caerse en el borde de la ventana, el televisor prendido, niños de todas las edades, unos apenas caminaban, otro gateaba chupando algo del piso, otros corrían cerca del horno. Y nosotros detrás de Iván, el hijo que era de nuestra edad, pálido y amable, que hacía las veces de guía en ese mundo de harina y levadura.

Como en un ritual, Iván nos conducía desde la puerta de entrada hasta una mesa de madera maciza. Ahí estaban: todos en fila, inocentes del destino que les esperaba triturados por unos niños glotones. Alfajores de chocolate y arequipe, redondos, perfectos. Abríamos una bolsa y ahí echábamos la felicidad a manotazos. Y después no la comíamos viendo televisión con Iván.

Un día nos empezó a picar la cabeza, al parecer, Iván nos había pegado los piojos. Lo habían visto sospechosamente rascarse días atrás. Nunca más nos volvieron a dejar ir a la panadería. Nos tuvieron que tusar, rapados a cero. Llegué de la peluquería llorando de verme casi calva, apenas la puerta de mi casa se abrió, entré corriendo con las manos en la cabeza:

-¡Díganle que se ve bonita, por favor!

Imploró mi mama con voz de secreto, pensando que yo ya no la oía desde la habitación y habiendo tenido que aguantarse mi cantaleta todo el camino.Otra tía paisa que estaba ese día de visita, se limaba las uñas en el sofá:

-Ay, mija, pero cómo le vamos a decir que está bonita… ¡Si quedó horrorosa!

Pero lo que yo más recuerdo de esa época no es el terremoto, el cambio de casa y de ciudad o la falta de pelo, sino los alfajores. Nunca, nunca más volví a probar unos así.

Cuando alguien viaja a Argentina siempre le encargo y cada vez que abro uno, tengo la esperanza de encontrar ese mismo sabor, el olor de ese chocolate, la nube de harina, el argentino cantando ópera. Pero nunca pasa. Yo insisto, claro y mientras tanto sigo encargando y comiendo y probando.

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