Maternidad y el lujo de no hacer nada

El dulce placer de no hacer nada

Desde que me estrené como mamá ya no me acuerdo qué se siente tener tiempo de sobra para escoger en qué perderlo. El no hacer nada, ninguna cosa, poco o muy poco, como dice el diccionario, con la maternidad prácticamente no existe. Las mamás (con niñera, sin niñera, con ayuda, sin ayuda)  siempre tienen algo qué hacer.

Así lo asumen también los otros miembros de la familia. Es como un acuerdo tácito, nunca dicho con palabras pero que se establece desde que nosotras parimos. La mamá siempre debe estar haciendo algo. Maternidad es sinónimo de acción.

A una mamá no la pueden ver sentada. Digamos que preparo  la comida, saco la ropa de la secadora, juego a la Doctora Juguetes, ordeno mi cartera que parece un basurero llena de recibos, migas de galletas y, finalmente, me dispongo a  disfrutar de un tecito de jengibre con miel.  No es sino que me siente en el sofá con mi taza  humeante y empiezan las solicitudes y llamados de todos lados y en todos los tonos.

Últimamente me he inventado una estrategia, he optado por engañar a los miembros del clan: ahora me tomo el té de pie y moviéndome de un lado a otro, así doy la impresión de estar haciendo algo y me lo puedo acabar tranquila.

Esta mañana madrugué a llamar a la peluquería. Saqué cita  para que me hicieran las uñas. Nunca he tenido uñas, es decir siempre tuve y tengo todavía unas uñas tan cortas que no han necesitado jamás de ningún arreglo. Pero desde que soy mamá me urge ir a hacerme las uñas de manos y pies. Traducción: necesito salir de la casa, estar sin marido e hija en un espacio y tiempo solo para mí. Pero, sobre todo, necesito encontrarme nuevamente con esa experiencia restauradora de antes de ser mamá, pero que actualmente es tan rara en mi vida: No hacer nada. Y las uñas son el pretexto perfecto.

-¿Pero no te las puedes pintar tú, no tienes un montón de esmaltes?

Me dice inocentemente mi marido asumiendo el manicure como una operación puramente estética. Él ni sospecha que para mí es una cuestión de equilibrio mental, por no decirlo menos.

-La uñas no quedan igual…

Le digo mientras me pongo la chaqueta para salir con cara de estarle confirmando un teorema matemático.

Antes de ser mamá, jamás imaginé que algo tan insignificante como que una señora te limara los callos con una piedra pómez se pudiera parecer tanto a la plenitud.

Y aquí estoy, meto mis pies en agua con sal y no pienso en nada. El peluquero le está echando tinte a una señora de unos 60 años y mientras le embadurna una plasta parecida al chocolate, habla de organizar un viaje a Melgar. Me zambullo en esa conversación banal como si fuera una piscina termal caliente. Me relajo dejando que el ruido de la televisión de fondo con las televentas de la mañana me arrulle.

-¿Rojo pícaro o morado majestuoso?

Me pregunta sonriendo la señora que me hace el manicure. Esos son los nombres de los esmaltes. Mi maravilloso momento de nada ya va a terminar, la fase final es echar el esmalte y como un niño sentado en el caballito del carrusel, quisiera echar otra moneda para que no se acabara tan rápido.

De regreso a mi casa, camino sintiéndome nueva, después de haber hecho la mejor terapia para una mamá: valiosos minutos llenos de NADA. Abro la puerta con mis uñas brillantes como estrellas.  Sé que el “amarillo diva” color que elegí, no me va a durar ni dos horas, porque me voy a poner a pintar con Aurora y entre las manchas de plastilina y témpera a la diva en mis uñas se le irán bajando los humos. Pero el esmalte me importa un bledo, mi ánimo resplandece más que mis uñas, colmado del dulce placer de no hacer nada.

 

 

 

 

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