La mala educación

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Mi niña va creciendo. Ya no es un bebé y a medida que el tiempo pasa empiezo a enfrentarme cara a cara con las dificultades reales que implica querer criar a un hijo con ciertos valores en un mundo que carece de ellos. Releo esta frase que acabo de escribir. Me suena a colegio de monjas, a moraleja floja de película gringa.  No es lo que quiero decir. Cuando hablo de “valores” así con minúsculas, me refiero a cosas tan simples que quiero que mi hija aprenda como saludar, dar las gracias, y tal vez ahora sí siendo más pretenciosa: compartir, ayudar, ser buena persona.

Aprovecho ahora que todavía es pequeña para hacerle trampa. Una trampa buena. Todavía estamos en el idilio de los primeros años: mi mamá sabe todo, si lo dice mi mamá es porque así es. Faltan 10 años para la adolescencia, para que tire puertas y se encierre. 10 años de gracia  para inculcarle cosas antes de que le parezcan absurdas, pasadas de moda, jartas. Entonces aprovecho esa ventaja cronológica y le enseño cosas como saludar, dar las gracias, mirar el semáforo para cruzar, compartir…  diciéndole que el mundo funciona así.

Pero yo sé que el mundo no funciona así. Simplemente quiero que, por ahora, del mundo, de la gente, se lleve su mejor versión.

Es difícil. Muy difícil. Es como dirigir una comedia en donde los actores hacen exactamente lo contrario de lo que tienen que hacer. Y entonces el narrador, la voz en off del mundo para mi hija- que soy yo-, tiene que salir a explicar, justificar y arreglar la trama de la historia para que todo vuelva a encajar en la armonía de un cuento con final feliz.

En esto días me estoy empeñando en que salude y conteste los saludos. Cada vez que llegamos a un lugar nuevo yo saludo y enfatizo con timbre, tono y gesto un hecho de cortesía tan simple. Toda mi pantomima expresamente para que ella vea, con el ejemplo, que ese es el derecho de las cosas: saludar. Pero el mundo está lleno de aguafiestas que me ponen esa misión de pa’ arriba.

Es temprano y salimos de afán  al corredor para tomar el ascensor. La puerta se abre. Antes de entrar digo claro y vocalizando:

-Buenos días.

Un personaje recién bañado, de audífonos y edad indefinida se queda en silencio. Lo miro expectante. El tipo mira al techo. Tendrá  treinta y tantos años, es decir,  ya bastante grandecito para saber contestar un  gesto de urbanidad tan conciso. Tiene audífonos y está vestido como un adolescente. Tal vez son los audífonos, pienso, no oyó mi saludo. Entonces mi hija lo mira y moviendo su mando dice:

-Hola.

El tipo, mudo.

Mi hija, atónita.

Y ahí entro yo en escena como Deus ex machina. Definición de Wikipedia, para que explicar a fondo mi rol:

«Dios desde la máquina» era una figura del teatro griego y romano, cuando una grúa (machina) o cualquier otro medio mecánico introducía desde fuera del escenario a un actor interpretando a una deidad (deus) para resolver una situación o dar un giro a la trama.

Y entonces le digo a mi hija en voz alta y sonriéndole al tipo:

-¿Sabes? Solo los perros de este edificio no saludan en el ascensor. Pero no saludan porque no pueden hablar. En cambio mueven  su cola como Jhonson (Johnson es el perro de mis vecinos). Las personas tienen el don del habla y las personas educadas SALUDAN, tú debes siempre saludar…

El ascensor se abre en el piso 1 y el adolescente revejido sale de escena sin musitar palabra. Fin. No eran los audífonos. Era la mala educación.

Cómo enseñarle cosas, si ella misma ve que el mundo no funciona así…

A los dos días, estamos disfrutando de unas migas de sol bogotanas en el parque.

En la arenera mi hija hace lo que hacen todos los niños: ensuciarse, embadurnarse y, sobretodo, antojarse de todos los juguetes que no son suyos, aunque suyo sea el mini kit completo de exploración subterránea. No importa, a ella le fascina la única pala chueca que no es suya.

En el centro de la arenera una mamá juega con su hijo. Están rodeados de arañitas de plástico de todos los colores.  Mi hija se acerca y coge una azul.

Yo no estoy cerca. Desde el borde de la arenera veo que la mujer araña, la mamá del niño,  le quita de la mano el pedazo de plástico para tirarlo con fuerza con el resto de animales:

-¡Niña, este juguete no es tuyo!

¿Tendré siempre que estar obligada a  entrar en escena para arreglar la trama?… Me remango la chaqueta, mis ojos brillan con destellos de comic japonés, camino decidida hasta el centro de la arenera, cojo a mi hija de la mano y le digo indicando el otro extremo del parque:

-Tú no puedes jugar acá porque es el nido de unas arañas feas que pican muy duro. Las personas que comparten y prestan las cosas están allá…

El mundo no es color de rosa. Sin embargo, quiero que ella lo descubra progresivamente mientras crece y que por ahora se quede con una versión feliz: gente que saluda en el ascensor, jóvenes que hacen fila, personas que no pisan donde otro está trapeando, conductores que usan direccionales, clientes que devuelven plata de más, trabajos que se consiguen por méritos, , jefes que no hacen acoso laboral, peluqueros que con una sonrisa hacen exactamente el corte que uno les pide…

Así yo tampoco  sea ninguna pera en dulce,  estaré para ella como una traductora del mundo. Mostrándole un mundo en el que los buenos siempre ganan. Porque los buenos siempre van a ganar… Así pierdan en la vida real.

 

 

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