Primeras bandas sonoras de la vida

Influencias musicales de la infancia

Mi primera influencia cultural, musical y estética fue mi prima mayor.  Vivía en mi casa, me llevaba 10 años y tenía pecas claritas que con el tiempo se fueron desvaneciendo hasta perderse completamente en la piel. Cuando uno es niño, vivir con una prima, primo,  hermano o hermana mayor no es un detalle de poca importancia; marca la diferencia con nuestros coetáneos y nos marca para toda la vida.

Yo tenía una vecinita que no tenía primos ni hermanos mayores. Cuando iba a jugar a  su casa su mamá nos ponía en el tocadiscos “La ronda de las vocales”:

-¿Les gusta?, preguntaba mientras nos servía cuadritos de gelatina con crema de leche.

Yo no  contestaba. La gelatina me gustaba, pero mi oído ya estaba domado por otras cadencias: la música que oía mi prima, la que ponía en mi casa, la que oía con sus amigas. Yo desayunaba con “Heart of glass” de Blondie.

Esa música me fascinaba porque era además la banda sonora de ese mundo en el que yo quería vivir algún día, pero todavía me faltaban años para poder entrar.

A las 4 de la tarde mi prima llegaba del colegio con sus amigas. Casi siempre con el uniforme de educación física: una camiseta blanca y una faldita de prenses como de tenista. Entraban dando alharaca y sin saludar a nadie. Subían directamente a encerrarse en una habitación llena de afiches de Miguel Bosé y discos de vinilo.

Yo subía detrás. Abría la puerta despacio para que no me notaran. Las encontraba siempre con ataque de risa, se ponían moradas, manoteaban, pataleaban y a pesar de ser exageradas y estruendosas no lograban verse feas. Tomaban aire y se volvían a reír mientras contaban algo que yo no entendía. Se referían a  las personas de las que hablaban con apodos o iniciales como “el pato”, “la cumbia”, “m”, “p” y en un lenguaje secreto que sólo ellas conocían.

Después de unos minutos se percataban de mi presencia y entonces pasaban dos cosas dependiendo del día: me ignoraban o me echaban.

Si pasaba lo segundo, me iban empujando hasta la salida:

-¡Ve, y esta enana qué hace acá… tapáte los oídos que estamos hablando  cosas de grandes! Y soltaban la carcajada haciendo una mueca en la palabra “grandes”.

Después me cerraban la puerta en la nariz. Yo me quedaba quieta y pegaba la oreja. Después de un rato desistía, aburrida, porque  no lograba escuchar nada, sólo risas, gritos, música, pero ninguna información.

Otras veces, ¡aleluya!, pasaba lo primero. Se percataban de mi presencia, pero estaban tan concentradas en esa especie de aquelarre adolescente que me veían sin notarme, como si yo fuera un zapato o un cepillo de pelo. Eso me encantaba porque ahí era cuando yo me quedaba en un rincón con mis antenas bien abiertas, oyendo la música y absorbiendo cada gesto, cada palabra, cada movimiento para después cuando estuviera sola poderlos copiar y ensayarlos en el espejo hasta que me salieran bien, naturales.

Haciéndome la invisible caminaba despacio hasta la colección de discos de vinilo mientras ellas hablaban. Ahí estaban, había de todo: Blondie, Michael Jackson, Los Bee Gees, Kiss, Pink Floyd. Esos cantantes me hipnotizaban desde sus carátulas. Una mujer de pelo amarillo y muy seria en primer plano. Atrás unos hombres de pelo negro. Seguro ella los mandaba, ella era la jefe, tenía que serlo, la cantante de la canción que yo adoraba.  Otros hombres con pantalones de colores chillones y pelo largo. Otros de caras pintadas y pelos parados.

¿Existía gente así en la vida real?… ¿Dónde estaban, dónde vivían, qué comían, qué se sentía ser así?, porque de grande yo quería ser como ellos, vestirme como ellos, mirar como ellos.

Ese año me celebraron el cumpleaños en el colegio. Mi mamá llevo la torta al salón de clases y al soplar las velas cerré los ojos con fuerza. La monja me preguntó delante de todas mis compañeras:

-¿Mi niña, qué deseo pediste?

-Ser mona como Blondie.

Para mí ella se llamaba así, no el grupo en el que cantaba. Ella, mi venerada Blondie.

Ahora que soy mamá, siento curiosidad al imaginarme cuáles serán las canciones que mi hija recordará como sus primeros amores musicales. Mientras tanto, en esta casa seguimos desayunando cereal con leche al compás de “Heart of glass”.

 

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