Amor gatuno

Amor por los gatos

Mila llegó a mi vida para reiterar con toda la fuerza de sus uñas mal cortadas que, definitivamente, los gatos y yo somos incompatibles. Dicen que nunca hay una segunda oportunidad para una primera impresión, pues mi primera impresión de Mila fue pésima.

Noté su prepotencia desde que entré a la casa.  Su territorio, porque es ella  la dueña y señora, aunque la que paga el arriendo es una periodista que vive ahí con su hija de tres años. Soy la nueva babysitter de la niña y voy a vivir con ellas. Mamá e hija me reciben con té y pastelitos. La gata me mira indiferente desde su trono-sillón, me ve entrar, voltea su cola y se va. Me siento en un sofá verde que seguramente fue bonito alguna vez, ahora está completamente rasgado y arañado.  No me acabo de sentar cuando siento un mordisco en la muñeca:

-Hace eso con la gente que no conoce, es su forma de presentarse…

Me dice Sofía, la mamá de la niña, como si hablara de las gracias de una segunda hija.

-Forma de presentarse, un carajo, pienso yo… Sólo espero que tenga todas las vacunas. Me sobo la marca rosada en mi mano.

Entre semana Sofía duerme con la gata, o mejor, la gata deja que este ser humano que le compra juguetes y comida duerma en su cama, porque, como todo lo del apartamento, la cama también es suya.

Marco, el novio de Sofía es un músico bastante conocido  que vive en otra ciudad, pero viene a Roma muy seguido a dar conciertos y el fin de semana, cuando llega, Sofía saca a Mila del cuarto. La gata chilla toda la noche, rasguña la puerta impidiendo conciliar el sueño de los que tratamos de dormir y a la madrugada queda rendida al pie de la puerta; abrazada  a una par de chanclas viejas de Sofía.

Por la mañana, a la hora del desayuno, me cruzo con Marco en la cocina. Mila se sube en la mesa y arrastra su cola despacio por el pan. Sofía entra y la carga con cuidado:

-¿Cómo amaneciste hoy?

Le da una cucharada de yogurt. La gata la lame con regocijo, maúlla y se va caminando  como si anduviera en tacones.  Se acuesta, por fin,  en la cama de Sofía. Su cama.

Marco y yo intercambiamos miradas de complicidad anti gatuna. Ninguno de los dos come pan esa mañana. Él tiene un concierto de jazz en el Auditorio de la Música y se mete a bañar, cuando sale se oye un grito:

-¡Gata infeliz!

Anna, la hija de Sofía, entra en la cocina con su manita en la boca, tratando de aguantar la risa:

-¡Mila se le orinó en la ropa a Marco!

La nueva promesa del jazz y del soul, como lo ha calificado la crítica italiana, corre desesperado al baño a restregar bajo el agua sus pantalones orinados de gato:

-¡La ropa del concierto y ahora qué hago!… No entiendo cómo pudiste meter a tu casa a ese gato callejero.

Porque a Mila la recogieron en la calle cuando tenía 2  meses. Cobijada por el desamparo de su orfandad, tuvo licencia desde el primer día para hacer lo que se le diera la gana.

Como no le gusta la televisión, cuando Anna y yo estamos viendo muñequitos nos apaga el televisor. Se esconde detrás del aparato y con la pata empuja en cable en la toma hasta desconectarlo. Como no le gusta el olor a cigarrillo y Sofía fuma en la terraza, entonces arrastra con las patas las cajetillas llenas hasta el borde del balcón y luego las empuja hacia el vacío. La vecina de abajo, además de unas matas de albahaca y limonaria tiene en su jardín un matorral  que da cajas de Marlboro.

-Jamás tendré un gato.

Me lo juro a mí misma viendo desde la ventana salir a Marco. Va como un niño triste,  para su gran concierto con unos leggins negros de Sofía, tratando de cubrirlos con una chaqueta negra larga.

El año pasado volví a la casa de Sofía y de una Anna ya adolescente. Después de un rato sin ver signos de su majestad gatuna por ningún lado, pregunté:

-¿Mila?

-Se murió.

La gata que se metía en mi closet y me llenaba la ropa de pelos, ya no existía. Pienso en mi primer verano en Roma, con ella. Solas porque Sofía y su hija se habían ido de vacaciones. Yo salía a leer a la terraza y la veía venir lentamente, se sentaba cerca de mí. Nos quedábamos al sol un buen rato. Junio, julio, agosto, juntas tomando el sol. Y yo tan lejos de mi familia, fui encontrado en este ejemplar felino una compañía silenciosa y grata. Me miraba con sus ojos verdes de rayitas negras, sin pretender nada, sólo estar ahí.

Hace una semana estuvimos de visita en la casa nueva de una pareja de amigos. Al abrir la puerta, veo un gato desparramado durmiendo a pata suelta en el sofá:

-Pobre… Lo botaron desde un carro dentro de una caja, lo recogimos el viernes.

Me dice mi amigo acariciándole la cola. Mi hija corre a tocarlo. Corro más rápido que ella y la cargo antes de que lo roce siquiera:

-¿Ya lo vacunaron?

-No.

-Aurora, no lo toques.

Pasadas unas horas, Boris, el gato de mis amigos resulta ser un fino caballero. Paciente, sereno. Se deja jalar la cola, peinar las cejas. Aurora corre dando carcajadas detrás de su nuevo amigo. Él la persigue y ambos ruedan por el piso detrás de una pelota.

Pienso en Mila y en Boris. Los gatos nunca me han defraudado. Al contrario, han ido derrumbando mis prejuicios antigatunos con la clase que los distingue.

Al final de la tarde mientras bañamos a Aurora, Boris se le acuesta en la ropa. Después ella se queda dormida en el sofá y él se le echa al lado. Cierra sus ojos despacio. Viéndolos dormir pienso si tal vez… Las cejas de Boris parecen antenitas. ¿Tal vez sea el momento de tener un gato?

 

 

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