Mi jefe y yo

Yo y mi jefe

En la entrevista que me hace para ser su asistente no puedo dejar de mirarle los dedos. Tan flacos, parecen unas ramitas secas. Él es flaco, todo, de ojos hundidos y mandíbula huesuda. Es el dueño de una productora audiovisual a la que quiero entrar a trabajar y mientras me habla del mercado cinematográfico, sus más y sus menos, yo trato de concentrarme en otra cosa que no sean sus dedos: sus pocos pelos, la cantidad de revistas sobre su escritorio, la ventana que da a la calle. Obtengo el trabajo.

A las dos semanas, está acostado en su sofá de cuero negro, mirando al techo. Yo lo miro desde mi silla con una libreta en la mano, lista para anotar todas las instrucciones de lo que tengo que hacer. No dice nada por un buen rato. Luego se sienta con pereza y con el índice le da un empujón al mapamundi que está en la mesa de centro. La tierra  rueda sobre su propio eje. De repente, el mismo dedo frena el movimiento:

-¿Cómo está mi agenda para Berlín?

-Casi llena.

-Pues llénala toda.

Me dice volviéndose a disolver en su sofá. Me tutea, yo lo trato de usted, no me fluye el tú.

Viaja por el mundo sin preocuparse por gastos. Nunca vuela en aviones low cost, va siempre en primera clase. Es uno de esos que pueden darse el lujo de dejar de trabajar y seguir comiendo en los mejores restaurantes de por vida. Es rico de familia. Como ser negro o blanco, como ser alto o bajito.

Ya se ha quebrado varias veces, pero tiene tanta plata que su patrimonio nunca se acaba, ni con las ruinas más estruendosas. Su capital es casi como un organismo vivo que se resiste a desparecer y se aferra a un instinto de supervivencia obstinado, se debilita pero nunca muere, al contrario, sigue creciendo y se hace más fuerte después de cada bancarrota. Ser rico es una condición con la que nació, no conoce otra y por lo tanto no puede ni siquiera vislumbrar cómo sería vivir sin tanta plata.

Tiene casas, apartamentos, locales. Todos en el centro histórico de una de las capitales más caras de Europa. De eso han vivido sus antecesores y pueden vivir él y los descendientes que no tiene ni tendrá.

Es productor cinematográfico y va por los festivales de cine más prestigiosos: Cannes, Berlín, Sundance, comprando los derechos de distribución de películas para comercializarlas en el mercado italiano.

-Esta va a ser un fracaso… Yo ya sé.

Me dice entregándome un cd y un kit de prensa de su última adquisición. Se va sobándose la cabeza.

Soy su nueva asistente. La anterior decidió irse a probar suerte en una productora  audiovisual inglesa. Por cómo habla de ella, creo que se sintió traicionado, tal vez creía que había una complicidad laboral sólida. Evidentemente para Antonella no era así. Apenas le ofrecieron el puesto en Londres no lo pensó ni un minuto y al otro día ya había comprado pasaje y alquilado una habitación por internet cerca a una estación de metro.

Su mejor amigo viene muy seguido. Es un director muy reconocido. Un día, casi angustiado, le pregunta delante de mí:

-¿Pero por qué sigues pagando millones por derechos de distribución de películas que sabes ya que no van a vender ni una entrada?, ¡Nunca vas a recuperar esa plata, es como quemarla!

-Porque son las que me gustan.

Le contesta sin quitar sus ojos de un guión que está subrayando y sin descomponerse en lo más mínimo.

Mi oficina está llena de afiches en tamaño gigante de las películas que han hecho la historia del cine italiano: “Amarcord”, “Una jornada particular”, “Cinema Paradiso” y otra cantidad de posters autografiados  por su director o los actores. Algunos tienen solo la firma, otros también una dedicatoria larga.

En un corcho están pegadas con chinches sus fotos en el set, las de él, hace más de 20 años cuando probó carrera como actor. Lo veo ahí, junto a un Marcello Mastroianni ya maduro; este muchacho esquelético con la sonrisa expectante que tienen los jóvenes cuando el futuro es todavía un tapete rojo que se les desenvuelve por delante.

Analizo su expresión fosilizada en esas fotos viejas. Tiene unas facciones que los directores de casting llamarían “interesante”, pero al parecer ninguno se percató de ello porque no pasó de uno que otro rol de menor importancia.

Es de un genio negro. Tira puertas, echa madres. Todo el día, todo el tiempo. Y a pesar de eso no logro verlo como un tirano, más bien como un niño que hace pataleta para llamar la atención.

Es invierno, febrero,  y se acerca el festival de cine de Berlín. Tal como me lo pidió, su agenda está llena, al día siguiente viaja a primera hora, todo está listo. Tratando de ultimar detalles se me hace tarde, me despido desde lejos, lo oigo toser.

Mi novio me recoge en la moto y vamos a comernos un kebab al carrito de comida de un egipcio que habla con acento romano y también hace pizza. Ya estamos llegando a mi casa cuando en un semáforo siento que me timbra el celular: una, dos, tres, muchas veces, no deja de sonar. Paramos, nos orillamos pero no alcanzo a contestar. Veo que tengo 23 llamadas perdidas del celular de mi jefe. Regresamos hacia la productora con un viento helado. No siento las manos  y cuando estoy en la puerta casi no puedo insertar la llave porque tengo los dedos congelados. Todo está apagado:

-¿Gianluca?

No contesta. Avanzó hacia el fondo. La luz sutil de la lámpara de su oficina es como una vocecita moribunda que me guía hacia él. Camino lento hasta que lo veo. Ahí está sudando por la fiebre, envuelto en una cobija y acostado en su sofá. El mismo sofá donde las actrices se sientan con las piernas cruzadas a rogarle que les ayude para protagonizar algún proyecto.

-¿Y por qué no se fue a su casa, no estaba más cómodo en su cama?

-No, aquí estoy bien.

Con la compañía de esas leyendas del cine petrificadas en fotos que lo escoltan desde las paredes se siente menos solo.

-Vi las llamadas, me preocupé, ¿qué pasó?

Me pasa un papel arrugado escrito en una letra que parece un jeroglífico:

-Vino el doctor, estoy muy mal y me recetó esto…No tengo quien me lo vaya a comprar, ¿tú podrías?

Mientras camino hacia la única farmacia abierta a esas horas de la noche pienso en las grandes glorias del cine que murieron sin un perro que les ladrara. Pienso también en el desfile de actrices, actores, guionistas y músicos  que se pavonean por su oficina diariamente. A veces me piden dos, tres, y hasta cuatro citas para rogarle a este hombre. Para implorarle a este mortal que tiene la varita mágica para que sus sueños se hagan realidad: actuar, componer, dirigir, ser famoso.

Le entregó las pastillas y le hiervo agua para que se haga un té.

-No me vayas a cancelar las reuniones en Berlín, como sea yo voy… Me dice tosiendo.

Me subo en la moto y de regreso a mi casa pienso: Tanta plata, tanto brillo y no tener quien te compre una aspirina en medio de la noche.

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