El significado de las vacaciones después de la maternidad

Una madre en vacaciones

A mí lo que me asombra es la implicación lingüística de la maternidad. Las nuevas palabras que estoy aprendiendo. O mejor, los renovados significados y matices que toman palabras que por una vida fueron solo una cosa y ya.  El diccionario mental que estoy configurando podría hacerle competencia al de María Moliner.

Tomemos por ejemplo la palabra “vacaciones”. Cuando la oigo, hoy, todavía  en algún rincón de mi cerebro aparece una imagen de mí misma tirada en un balneario con 3 kilómetros de playa de arena finísima, un Coco Loco, y una torre de revistas Vanity Fair buenamente dispuestas a  tostarse al sol conmigo.

Esa imagen se va diluyendo lentamente, al final solo queda una silueta borrosa que se desvanece del todo para darle entrada triunfal a un nuevo significado, a un nuevo concepto de la palabra “vacaciones” en mi mente de madre: Yo, despeinada,  corriendo en un aeropuerto con coche e hija en una mano, maleta en la otra y marido atrás refunfuñando porque dejo todo para última hora. Mientras corro desesperada como en uno de esos sueños en donde uno se mueve pero no avanza, veo deslizarse suavemente por mi lado a otras mujeres perfectamente arregladas que levitan sobre tacones 6 y medio y pienso:

– Si es verdad que la moda da vueltas, ¿cuándo será que volverán los años 80 para que mi despeine pueda por lo menos pasar desapercibido o incluso llegar a verse trendy?

La palabra lo dice, vacaciones viene del latín vacatio y significa descanso de una actividad habitual. Pero las vacaciones con niños son otra cosa completamente distinta al verbo descansar. Que uno disfrute, goce, se divierta con ellos, no se discute, ¿pero que descanse?

Llega el anhelado momento de la bajada a la piscina, el cual implica para mí una organización logística digna de juegos olímpicos de Pekín: flotadores en los brazos porque el retoño no sabe nadar, flotador redondo extra por si las moscas,  cachucha, protector, repelente, toallas, gafas de sol, chanclas, juguetes para meter en el agua, tetero, galletas, llaves, papeles.

Después de tirar las cosas aparatosamente en un rincón, logramos entrar en la piscina infantil, hirviendo, como todas las piscinas de los niños por acumulación de ácido úrico.  Me relajo, confío ciegamente en las bondades desinfectantes del cloro y aplicando los preceptos que el yoga me ha enseñado, abro mi corazón gratamente a  las bondades del sol. Aurora es feliz como un pescadito, todo fluye y parece perfecto. Fluye tan perfecto que a los 5 minutos oigo las palabras mágicas:

-Tengo popó.

Respiro hondo y me dispongo a hacer todo en reversa, pero esta vez en cámara rápida. Me cuelgo los flotadores, toallas y demás objetos en cada extremidad. Soy un perchero humano en chanclas que sube escaleras a la velocidad de la luz.

En mi léxico antiguo, pre-materno, “vacaciones” significaba también un tiempo para reencontrarse con las amistades. Así que, nostálgica,  planeo una salida con una de mis mejores amigas, mi hija y sus hijos.

Resumen de la salida: 15 por ciento del tiempo tratando de hilar una conversación con una estructura narrativa coherente en medio de constantes interrupciones; 80 por ciento del tiempo correteando a los infantes que quieren salirse del lugar a toda costa y por puertas diferentes y 10 por ciento del tiempo sonando narices.

Con mi amiga entonces decidimos que necesitamos un tiempo solas para poder hablar, reírnos, quejarnos, burlarnos y arreglar el mundo a punta de labia. Me recoge a las ocho en punto y ya dentro del carro,  por un momento, es como retroceder en el tiempo y volver a la época de la universidad: la noche fresca y nosotras emperifolladas  con nuestra mejor pinta veraniega.

En el navegador, mi amiga pone la dirección del bar, un clásico en la ciudad, nuestro lugar habitual.

Al llegar al sitio se ve todo oscuro. El número  de la dirección es correcto, pero hay un edificio en ruinas con un letrero desteñido de “se arrienda”. Mi amiga baja la ventana y le pregunta a un viejito que vende cigarrillos en el carrito de la esquina:

-¿Aquí no es “Nautilus”?

El viejito arruga más la cara:

-¿Nau qué?

-Nautilus, el bar.

El viejito relaja los músculos faciales como un muñequito de goma:

-Uuuuuuuuhhhh, ese lo cerraron hace como 4 años….

Así estamos de desactualizadas, nada que hacer. La maternidad es un maravilloso torbellino que nos absorbe, pero afuera el mundo sigue girando, los bares abriendo y triunfando o cerrando y quebrando.

Decidimos ir entonces a otro lugar, por consejo del viejito, que está más actualizado que nosotras.

Finalmente llegamos. Pido un Bloody Mary. Antes ese trago ni me gustaba, para mí el Bloody Mary significaba sólo un cóctel con vodka y jugo de tomate al que se añade pimienta y sal. Pero aquí en este lugar, lleno de plantas y con música en vivo, enriquezco aún más mi nuevo diccionario mental: el Bloody Mary son mis 3 kilómetros de playa de arena finísima condensados en 37 grados del alcohol.

 

 

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