Regalos del día de la madre

Regalos del día de la madre

Yo estudié primaria en un colegio de monjas. Parte importante de la preparación para ser las mujeres y mamás del mañana era aprender a coser y rellenar muñecas de trapo.  Mayo era el ápice de ese proceso porque se celebraba el día de la madre. El día en que finalmente mostrábamos al mundo, a todas las mamás, los regalos que les habíamos cosido y preparado  con esmero durante todo el año.

Para mí, la angustia del día de la madre comenzaba en septiembre, al inicio del año escolástico. La monja llamaba lista y nos adjudicaba a cada una las telas, hilos, retazos y demás materiales. Todos esos pedazos de tela se transformarían, gracias al trabajo de nuestras laboriosas manitas. Pero mis manos no eran tan laboriosas como mi lengua: mejor dicho, yo odiaba coser, pero me fascinaba hablar. Por ende me encantaba la clase de costura porque en esas dos horas de los viernes me la pasaba haciendo eso que tanto disfrutaba  desde que tuve uso de razón: conversar.

-¡Constaín, menos charla y más trabajo!

Me gritaba la monja desde su pupitre, una, dos, tres, cien veces durante la misma clase.

Yo me quedaba callada por, digamos, cinco minutos y después retomaba mi rutina. Pasaba de mesa en mesa llevando mi muñeca a medio hacer y charlaba animadamente con todas las compañeras que también hablaban, pero cosían. Yo, en cambio,  solo hablaba y así continuaba por ocho meses.

A finales de marzo ya todas las muñecas estaban listas. Tenían pelo de lana, vestido bordado, piernas rellenas de algodón. La mía, calva y deforme porque en todo el año escolar no había hecho mucho, ni siquiera había aprendido a meter bien el algodón y que quedara parejo.

Pero además de muñecas teníamos que coser individuales para la mesa. Ya en abril mi angustia se convertía en pánico cuando la monja veía que mis individuales, siguiendo peor suerte que la muñeca, parecían unos trapos de cocina abandonados a su suerte. La muñeca, al menos deforme, tenía su personalidad. Mis individuales en cambio eran nulos: una que otra cruz aquí, un hilo suelto allá. Todos empezados y ninguno terminado.

Entonces las tres últimas semanas antes del día de la madre yo me clavaba a coser. Sacrificando mi labia, cosía, cosía y cosía. Sin musitar palabra y sin levantar los ojos de la tela. Pero ya era tarde y en pocos días no podía adelantar el trabajo no hecho en meses.

El último viernes antes del día de la madre yo, ya resignada, me bajaba del bus del colegio con cara de tragedia. Ya en la casa  les confesaba la cruda realidad a las mujeres de mi familia:

-Me voy a rajar en costura.

E iba sacando de mi morral mis retazos, mis pedazos.

Y aquí entraba en acción la verdadera potencia del espíritu femenino, pero sobretodo el verdadero amor de madre en su más auténtica y noble dimensión.

Todas las mujeres de la casa: abuela, prima y  mamá incluida se ponían en acción. Cada una con un individual en la mano cosiendo y trasnochando para salvarme el pellejo. Y así pasábamos la víspera al día de la madre.

A las diez de la noche se me cerraban los ojos del sueño y me iba a dormir con la conciencia tranquila. Mientras tanto, las otras mujeres de mi tribu seguían adelantando por mí el trabajo que mi prolija lengua me había impedido terminar.

Es sábado, hace sol, mi pelo de crispeta es apaciguado por dos moños que parecen pompones. Todas las niñas en fila y de punta en blanco,  cantamos una canción alusiva a las mamás mientras la monja, la hermana Julita, toca el piano.

Llega el momento de la entrega del regalo. Oigo mi apellido fuerte por el micrófono y desfilo por la mitad del corredor con mi pelo tieso y mis individuales empacados en un celofán que sueña con cada paso que doy.

Al final del corredor me espera mi mamá. Bella, joven, peinada a lo Farrah Fawcett,  con una sonrisa ancha y  dos ojeras por no haber dormido. Esa mujer tan hábil como yo para la costura, es decir negada, ha trasnochado cosiendo su propio regalo. Ella misma lo empacó en el celofán mientras yo ya dormía.

Me acerco y le entrego el paquete con cara del deber cumplido. Lo abre  y, no contenta con haberme ayudado, hace su mejor papel,  pone una cara de sorpresa, desgrana los ojos y abre la boca tocando la tela como si la viera por primera vez. Y entonces me le tiro y le doy un abrazo a mi mamá, a esa mujer que pasó la noche en vela para que yo pudiera desfilar con las otras niñas, entregar mi regalo terminado y pasar costura raspando.

¡Feliz día, mami!

 

 

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