Un paseo por la universidad

Un paseo por la universidad

Hace un tiempo estábamos de visita en Cali. Decidí llevar a Aurora a conocer ese lugar al que volvería mil veces, si mil veces tuviera la oportunidad.

Entré por la puerta principal. Por la  misma que atravesé muchas veces corriendo cuando había revueltas y la policía echaba gases lacrimógenos. Hoy todo se veía calmado.

Llevé a Aurora al lago:

-¿Lago, mamá?

Sí, mi universidad tenía lago y yo hasta ahora me daba cuenta en el sentido más práctico. Me sorprendí a mí misma dándole  migajas de pan a mi hija para que se las echara a los patos. Cuando era estudiante pasé mil veces por ahí sin darle mayor importancia al agua,  las iguanas, los árboles, las lagartijas. Esta vez en cambio nos detuvimos a jugar.  Un ganso nos persiguió en círculo mientras Aurora se reía a carcajadas y yo disimulaba mi susto riéndome también mientras corría jalando el coche.

Caminamos hasta mi facultad, la de Artes Integradas, Escuela de Comunicación Social. Los árboles habían crecido, estaban más grandes y tupidos. Mientras yo avanzaba despacio con el coche, lo vi venir en mi dirección. Hablaba agitado con un estudiante. Movía las manos, parecía de la misma edad del alumno con el que conversaba, tenía incluso más energía. Jeans, maleta de cuero con papeles y libros atiborrados punto de reventarla. De cerca vi que ya tenía la cabeza llena de canas:

-¿Ya con hija?

Y soltó una carcajada  ronca acomodándose las gafas.

En sus clases conocí las crónicas galeanas. En su clase escribí un mismo texto 13 veces. Escribíamos, entregábamos, él sugería cambios, corregíamos, entregábamos, él volvía a sugerir cambios, corregíamos, entregábamos  y así las veces que fueran necesarias hasta que el texto estuviera medianamente bien.

En esas clases descubrí un montón de cosas mías, de mis compañeros, de la política, del arte. Esas cosas que se saben solo después de la primera versión, cuando uno excava  y perfora hasta que van saliendo objetos desconocidos, detalles, relieves, piedras, formas.

A la entrada del edificio de Comunicación me encontré con una amiga. Unos años atrás, cuando yo vivía en Italia, ella y su novio, también compañero, habían ido a visitarme. Trasnochamos en maratón de películas y hablamos largo de un proyecto audiovisual que tenían en mente. Ahora lo acababan de rodar, dentro de poco lo podríamos ver en cines.

Me despedí de mi amiga deseándole la mejor de las suertes con su película y entré con Aurora al corredor principal:  los salones simples en hilera, las clases, los debates acalorados, las discusiones viscerales y un café con empanada después para reírnos en las mesas de la cafetería.

Subí al quinto piso: los mismos afiches de películas en las paredes, no habían cambiado y me gustaban igual  que cuando los vi por primera vez, tal vez más.

Aurora pidió tetero, busque en la pañalera, no estaba por ningún lado. Seguro lo dejé en la casa por el afán. Encontré unas galletas de arroz abiertas, ya blanditas y le di media para distraerla mientras caminábamos  hacia la biblioteca buscando la salida.

Caminé despacio bajo el sol de siempre, ese que como el lago desdeñé  en mis épocas de estudiante, no por arrogancia, sino más bien por indiferencia. La indiferencia de los veinte años, cuando uno cree que va a tener sol y lago para siempre, sin siquiera imaginarse los fríos que va a tener que conocer después.

La salida se divisaba ya cerca. Viendo los grafitis, las paredes rayadas, me sentí contenta. No es u privilegio de muchos estudiar en la universidad pública, donde hasta el cemento y los ladrillos tienen algo qué discutir.  Un lugar efervescente, a veces denso, pero jamás aburrido, donde viví ciertamente en el sentido más completo  el concepto de universidad: el todo, entero, universal.

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