La edad para hacer lo que se nos da la gana

NY

 

Cuando yo era chiquita y terminaba de almorzar, si el día estaba bueno, me iba a un pastizal que había detrás de mi casa. Extendía una toalla del baño en la hierba, luego abría con las uñas el papel pegado de una especie de ladrillo que vendían con el nombre de “chicle globo”  y me acostaba boca arriba a mirar el cielo. Me dolía la mandíbula de masticar porque los tales chicles Globo eran hechos de una especie de engrudo fucsia, pero disfrutaba mucho ese momento de soledad y dolor molar con olor a fresa. Mientras despegaba y pegaba mis dientes al chicle, fantaseaba sobre mi vida de grande.

Hacía una bomba, dos, tres, una dentro de la otra y luego las explotaba de un totazo. Las nubes cambiaban de forma y mientras tanto las bombas se inflaban con mi aire. En mis proyecciones yo me imaginaba ya de grande, protagonizando diferentes escenas de mi futura vida amorosa, profesional, familiar.

Mi yo adulto se Inspiraba seguramente en las películas gringas que había visto: a veces era una bailarina  como la de Flashdance, o una corredora de bolsa como la de La Ley de los Ángeles o una  actriz en los premios Oscar o una señora con poderes mentales, o todo junto.

Mi yo adulto se desenvolvía en mil escenarios, todos me parecían absolutamente factibles. Jamás dudé que alguno se pudiera realizar. Tampoco me parecían contradictorios entre sí, es decir, por qué había que renunciar a algo si yo podía escogerlo todo: una trusa negra para bailar como loca en un salón de danza o un micrófono para hablar en una entrevista. Me faltaba  solo una cosa para que todas mis fantasías se hicieran realidad: tiempo. Lo único que yo necesitaba era crecer.

Entonces yo no veía la hora de ser grande.

Me parecía casi mágico que algún día yo podría finalmente dar portazos o contestar con desgano y que todos le dieran importancia a mi indiferencia, como cuando uno es grande.

Pero crecer era sobretodo tener una posibilidad maravillosa en mis manos: hacer lo que se me diera la gana. Desde lo más insignificante hasta lo más profundo. La infancia era como la sala de espera para la vida real. Había que tener cierta edad para hacer ciertas cosas, había que tener siempre más edad de la que yo tenía para hacer casi todo seriamente.

La niñez era  el ensayo para la presentación final delante del público. Pero yo a ese ensayo le metía toda la ficha.  Si veía “Oro sólido” un programa gringo donde cantantes famosos bailaban y cantaban, en 5 minutos yo ya estaba frente al televisor con una lycra de mi mamá cantando y bailando como Donna Summer. Pero yo no bailaba como Donna Summer, yo era Donna Summer, con toda mi alma.

Hace poco estuve entrevistando a un grupo de jóvenes para certificar su competencia en una lengua extranjera. El mayor tendría unos 22 años, empecé la conversación:

-Hagamos una pequeña presentación de quién eres, qué te gusta, tus pasatiempos…

Se sentó en el borde de la silla y carraspeó:

-Yo toco batería 3 horas al día. A veces hasta 4, 5 horas al día, a veces me trasnocho tocando. Eso es lo que me gusta.

Miró hacia arriba, pero sin fijar los ojos.  Miré yo también a ese punto ciego en el techo. Los ojos le brillaron,  de repente estábamos en un concierto, él tocaba, se tiró al público y lo pasaron de mano en mano gritando eufóricos. Luego miró al piso como buscándose los zapatos:

-Pero yo sé que con la música no se puede vivir bien como yo quiero, así que voy a dedicarme a  otra cosa…

Así que  tal vez estoy por rajar a unos de los mejores bateristas del mundo, potencialmente. Acá lo tengo en frente con sus pestañas largas y sus cueritos en las uñas.  Pensando seriamente en percudirse  en un puesto de escritorio por el resto de su existencia. Porque no sé en qué momento de su vida alguien o algo lo convenció de que su pasión por la batería bien la podía enrollar y botar a la basura como una servilleta vieja.

No creo que de niño este personaje soñara con reuniones de ejecutivos en una sala de juntas. Seguro le dañó todas las ollas a su mamá  ensayando con baterías hechas por él con tapas y sartenes. Per creció y algo cambió.

¿Dónde está ese eslabón perdido entre la infancia y la adultez que hace que la brújula se pierda?, ¿dónde está esa certeza de la niñez acerca de quiénes somos y qué queremos en la vida justo cuando la necesitamos, ya siendo adultos? ¿por qué cuando llega por fin la edad para hacer lo que se nos da la gana nos da por ser sensatos?

No hay nada de malo en ser un alto ejecutivo y tampoco en ser un baterista.  No hay nada de malo si eso era lo que soñábamos cuando nos echábamos en el pasto mascando un chicle globo. Y no necesariamente los sueños deben ser los mismos, claro que pueden cambiar. Pero si no nacen de esa chispa del deseo interno son un embuste.

Tampoco está garantizado que sea fácil perseguir un sueño. Podemos dejarlo en espera, aplazarlo mientras hacemos otras cosas, podemos también realizarlo con muchos matices y variaciones, pero olvidarnos de él es algo completamente diferente.

Podemos agarrar camino en contravía a nosotros mismos, pero en alguna esquina nos tocará devolvernos. O a lo mejor no,  que es peor. Y entonces ve uno gente marchita detrás de una ventanilla que no es capaz ni de responder una sonrisa y se pregunta uno por qué. Y va a tener que ir a buscar respuesta en ese niño que terminó cogiendo el tren equivocado de por vida y ya no encuentra cómo devolverse.

El baterista pasó raspando. Espero algún día pagar una boleta muy cara para verlo tocar en su gira internacional y sacar pecho con mis amigos diciendo que ese genio musical fue entrevistado por mí y casi lo rajo. Le deseo con todo el corazón que retome el rumbo certero de su vida.  Que aproveche, ahora que, por fin, tiene la edad para hacer lo que se le da la gana y siempre soñó.

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