Mamás: desconectémonos de la tecnología para conectarnos con nuestros hijos

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Uno de los primeros recuerdos que tengo con mi mamá es el de rodarme por sus piernas. Me le subía hasta la cintura y después me deslizaba hacia abajo como si fuera un tobogán humano. No es que sus piernas fueran muy largas, nunca lo fueron, ni lo serán, menos ahora porque dicen que dizque con la edad uno se va encogiendo. Pero sus piernas siguen igual y a veces cuando las veo recuerdo que alguna vez fueron mi rodadero. Me acuerdo de la textura áspera de sus jeans mientras llegaba a sus pies. De su cara contenta mientras yo me rodaba.

Los primeros tres años, según todas las teorías, son claves en la vida de un ser humano. Paradójicamente no tenemos recuerdos amplios de esa época.  Tenemos una especie de álbum de fotos mental con instantáneas, retratos de momentos fugaces, colores, impresiones. Quién sabe por cuál misterio unos recuerdos se graban más que otros. Porque a veces las imágenes que se nos quedan no son de particular importancia, al menos a simple vista.

Dentro de 20 años nuestros hijos también tendrán esas polaroid en su cabeza, brochazos de nuestro paso por su niñez. No podemos elegir qué recordarán y qué no. Ni siquiera ellos podrán escogerlo como tampoco lo hicimos nosotras, es el misterio selectivo de la memoria.

¿Cómo serían la mayoría de esas imágenes?: ellos buscándonos con sus ojos, hablándonos, tocándonos y nosotras con cabeza gacha y papada inminente, volcadas hacia un aparato en la mano. Sin mirarlos, levantando la cabeza solo de vez en cuando para contestarles lo indispensable y regresar a nuestro celular.

Ellos montando columpio y nosotras empujándolos, sonriéndoles intermitentemente a ellos y al celular, a ellos y al celular, a ellos y al celular. Tratando de coordinar el movimiento para que cuando nos miren la sonrisa esté hacia ellos y no hacia el aparato. Ellos aprendiendo a montar bicicleta y nosotras gritando:

-¡Muy bien!, sin mirarlos, con los ojos clavados en el iphone.

Hay que aceptar la época en que vivimos y que la tecnología ha invadido nuestras casas, nuestras vidas, nuestras camas, para bien y para mal. Es imposible hallarse sobre la faz de la tierra sin Google, Facebook y Whatsapp. Imagínense yo que tengo un blog. Pero en algunos momentos deberíamos aprender a existir sin aparatos de por medio. Qué cosa más difícil.

Además está el asunto moral y práctico del ejemplo. Si nosotros los papás vivimos entubados día y noche a estos aparatejos, con qué cara les vamos a pedir a nuestros hijos que los usen con mesura. Ja.

El otro día fuimos a comer donde unos amigos con una hija adolescente. Cuando llegamos la niña estaba, como corresponde, encerrada en el cuarto –adolescencia sin encierro sería una adolescencia desperdiciada, botada a la basura-. En fin, a la hora de servir la comida mi amiga se sentó en una poltrona  a escribir un mensaje acelerado por celular. Sus dedos se movían como profesora vieja de mecanografía, levantó la cara:

-Le escribo a mi hija por whatsapp para que venga a la mesa.

-¿Pero no está en su cuarto?

-Sí, pero le tengo que escribir por whatsapp para que me pare bolas más rápido.

A eso hemos llegado, todos en manada. En mi casa pusimos una regla que nos ha costado sangre cumplir, pero ahí vamos: mientras estamos juntos en la casa prohibido el celular, tablet, computador.

Jugamos con las Barbies, las peinamos, las vestimos, las pintamos con marcador fluorescentes y quedan como los cantantes de Kiss. Desarmamos la casa de las muñecas, vemos llover, vemos escampar, nos aburrimos, nos desaburrimos. Pero cada vez que oigo el pitico de mensaje de whatsapp quiero salir corriendo a ver quién me ha escrito, qué ha escrito. Me aguanto a veces, a veces no tanto.

Y mientras visto a la Barbie de pelo fucsia, me pregunto como para justificarme:

-¿Y qué tal que sea un mensaje importante? Y ya quiero dejarla tirada y correr al celular.

Pero después veo a mi hija concentrada y feliz tratando de hacerle una trenza y me digo:

-¿Habrá lago más importante que el peinado de la Barbie punk?

Todo lo demás puede esperar. Ojalá en 20 años uno de sus primeros recuerdos conmigo sea la trenza desbaratada que le hicimos a una muñeca sicodélica y  no la manzanita de Apple.

 

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