Ser bonita

Ser bonita no es tan útil

Cuando yo tenía como ocho años, mi tía me llevó a un casting para una película que iban a filmar donde vivíamos. Una ciudad pequeña, “un pueblo” le decían despectivamente los que habían conseguido saltar la charca para irse a vivir a Cali o a otras urbes de mayor renombre. Así que este proyecto cinematográfico causó revuelo general, pues no era corriente ver por los alrededores a ningún personaje de la farándula nacional, ni mucho menos internacional. Lo más cercano que habíamos estado de un famoso era durante la visita del Papa y en un concierto de Franco De Vita en el que por la cantidad de gente y la distancia a la que estábamos del palco, el tipo se veía del tamaño de los muñequitos del Chavo que salían dentro de los paquetes de Yupi.

Si de algo yo estaba plenamente segura era de mi talento actoral, así que cuando mi tía me contó que había una convocatoria de casting para niñas, no dejé yo que me terminara de contar y ya me veía presentándome delante del director, dejándolo sin palabras y filmando una escena encima de un barco. Ni idea por qué se me ocurriría lo del barco, pero allí estaba, tirando unas serpentinas desde la borda. Esa noche no dormí, imaginando que en una entrevista, me preguntarían cuál había sido mi salto a la fama y yo respondería con voz tranquila que, sin buscarlo, me habían escogido entre miles de niñas para el papel.

Se llegó la mañana del casting. Me puse una camiseta azul oscura porque el contraste con mi color de pelo hacía que se me viera más brillante. Mi tía me recogió temprano:

-Vamos a pasar antes por la casa de Amalia, su hija también va, tiene tu misma edad.

Del casting no me acuerdo mucho. Lo hicieron en una de las casas coloniales del centro.  Al entrar, personas afanadas subían y bajaban con papeles desordenados en las manos, sin mirarnos.  De repente una mujer canosa se percató de nosotras y saludó a mi tía de beso:

-¿Ella es tu sobrina? ¡Está linda!- dijo sonriéndole a la hija de Amalia- vamos nena, para que te vea el director.

Y se la llevó del brazo a la velocidad del viento. Me quedé muda y miré a mi tía, la cual salió casi corriendo detrás de la canosa. Estuve de pie en la puerta no sé cuánto tiempo, pudieron ser diez minutos como una hora, no tuve noción del tiempo en ese lapso. Al rato llegó mi tía con cara de puño. Me envolvió con sus manos y me fue llevando de vuelta hacia el carro:

-Vámonos a comer un helado… ¡vieja ignorante!- gritó mirando hacia la casa.

La prudencia que hace verdaderos sabios no era la cualidad de mi tía:

-¡Qué tal, dizque escoger a la hija de Amalia que porque era más bonita!

Con ternura  abrió la guantera y me pasó una bayetilla roja untada de grasa para que me limpiara las lágrimas:

-Tranquila, mi amor… la próxima vez venimos solas.

Ahí vislumbré por primera vez que ser bonita es mejor que ser fea, como ser rico es mejor que ser pobre. Con el helado me pasó la tristeza. Después, creciendo y con los años descifré que ser bonita no es tan importante ni tan útil como nos lo hacen creer desde pequeñas, esa es una trampa. Algunas caemos más a fondo, otra caemos menos. Unas nos salimos antes y otras más tarde.

A la hija de Amalia tampoco la escogieron para el papel porque posteriormente aparecieron, como en la vida, otras más bonitas que ella. Las finalmente elegidas rodaron solo una escena. Después me enteré que filmaron sobre un barco. Pero en la edición final, por cuestiones de presupuesto, cortaron  casi todas las escenas del barco y  nunca se vieron en pantalla.

Cuando supe que tendría una niña una de las primeras cosas que pensé es que haría todo lo que estuviera a mi alcance para que sintiera que ser fuerte, creativa, inteligente o talentosa es mucho más grato que ser bonita, da satisfacciones más plenas. Nada que se consiga solo y únicamente por ser linda vale tanto la pena ni puede durar.

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