Profesora de baile en Italia: traducir lo intraducible

Bailar mi pasión

Quién dijo que los estereotipos son siempre malos. Uno puede incluso sacarles jugo y vivir de ellos. Como unos chinos que trabajaban en Roma de meseros en kimono en un restaurante japonés. No hablaban japonés, nunca habían ido a Japón, pero fue un decoroso trabajo que les permitió pagar el arriendo por varios meses. El hecho de que para muchos occidentales cualquiera con dos ojos como rayitas puede ser de Japón fue suficiente para que los contrataran y se convirtió en su fuente de euros por un buen tiempo. Un amigo japonés fue el que rompió mi burbuja y me reveló la verdad cuando le conté que mi restaurante preferido de sushi era justamente el de los chinos.

Uno de los trabajos más placenteros –sino el más- que tuve cuando viví en Italia fue el de profesora de baile. Dicté clases a alumnos de diversos pelambres. Yoga a ejecutivos a punto de preinfarto por estrés, Pilates a amas de casa exasperadas ante la eminente llegada del verano y la terrorífica puesta del vestido de baño de dos piezas, gimnasia postural a viejitas jubiladas con las que nos íbamos a comer galletas después de la clase y salíamos a las dos horas de la cafetería al borde del coma diabético, y así… Pero las clases de salsa y ritmos latinos eran lo que los gringos llaman mi Claim to fame.

A mí también me llego el momento ponerme mi kimono y de ser china en restaurante japonés porque el primer curso que entré a dictar fueron unas clases reemplazando a una profesora  de salsa cubana, siendo yo colombiana. Pero para Mario, el fisicoculturista dueño de estudios de baile, spas y gimnasios que me contrató, de México hacia abajo todo era igual, daba lo mismo Cuba que Colombia:

-Al fin y al cabo, las dos son islas caribeñas.

Y me picó el ojo mientras se tomaba su malteada de proteína.

-Colombia no es una isla.

-¿Ah no?… Y qué te importa que no sea una isla si sabes bailar igual que si vivieras en una isla.

Pues si, al fin y al cabo yo no iba a a dar clases de geografía -harto les hubiera servido a varios- pero yo iba dar clases de baile y en Italia les llamaban a todos los ritmos “bailes latinoamericanos” sin distinguir que fueran bachata, merengue o salsa. Y lo importante era que el profesor fuera “latinoamericano” daba igual Puerto Rico o Cuba. Ya los alumnos avanzados y los que estaban de lleno en el cuento si empezaban a distinguir esos matices, pero estos míos eran principiantes.

Después de dos semanas de clase, habían logrado aprender muy bien pasos básicos  al ritmo del grupo Niche, y bailaban con entusiasmo y alegría, lo cual me llenaba de orgullo. Eso sí, a muchos no se les podía hablar nada mientras hacían el paso porque estaban concentrados contando: 1,2,3, giro, 1,2,3… Y hablarles les hacía perder la cuenta y se enredaban con los pies.

-No cuenten tanto, sientan la música. No traten de entenderla, sino de sentirla.

Viéndolos bailar, tuve momentos de verdadera perplejidad. Me pregunté por qué los recursos de la tierra estaban tan mal distribuidos, no los económicos, sino el buen oído y el ritmo, que son un capital no menos importante. En esta clase comprobé que eran tesoro de unos pocos.  Y así como en Latinoamérica nos las arreglábamos para vivir contentos sin mayores riquezas, muchos de estos italianos también se las arreglaban para gozarse el baile sin mayor sentido de la musicalidad. Cómo transmitirles nuestro sentido del ritmo, cómo traducirlo en sus cuerpos, cómo transcribirlo en sus movimientos, si es que eso era posible.

Viéndolos bailar también tuve momentos de auténtica felicidad, frente a un espejo, viéndolos moverse cada vez más desparpajados y seguros al compás de Carlos Vives o Héctor Lavoe, viendo su entusiasmo cuando les prestaba mis cds  y se los rotaban como niños de colegio para grabar y aprenderse las canciones de la clase.

-No cuenten tanto, sientan la música. No traten de entenderla, sino de sentirla.

Les decía yo para que se soltaran y aprendieran a dejar ir la pelvis con libertad de un lado a otro. En esa articulación está toda la brecha cultural que nos separa. Los más tiesos fueron mi orgullo mayor porque al final del curso era como bicicletas oxidadas a las que les echaron grasa y quedaron como nuevas. No bailaron nunca perfectamente, pero si fueron felices.

El día que terminé ese curso me regalaron entre todos unos aretes de perlas que todavía tengo. Fue un intercambio cultural dichoso y musical. Me despedí conmovida, ellos también estaban emocionados. Nos abrazamos y prometimos ir juntos una noche de julio a bailar al “Palacavicchi” una discoteca latina para practicar lo aprendido. Luego se acercaron tres de los alumnos. Eran los más serios y más tiesos, querían decirme algo.

Querían saber cómo se decía en italiano “Acordate Moralito de aquel día que estuviste en Urumita y no quisiste hacer parranda”, les respondí lo mismo que siempre les decía:

-Sientan la música, no traten de entenderla sino de sentirla.

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