Solitas en la noche

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Una amiga mía se quedó con otra hasta tarde en un bar. La música no estaba tan buena. Ellas querían hablar, echar chisme, desatrasar cuaderno. Pero no lo pudieron hacer en paz. Un tipo se le pegó a mi amiga. Después de ni cinco minutos, ya le colgaba su mano pesada sobre el hombro mientras le hablaba cerca y le decía algo terminado con “esita”.  Por el volumen de la música no entendía si era “princesita”, o algún otro título nobiliario que se estaba ganando gratuitamente. En un momento de lucidez u obnubilación mental, depende del punto de vista, las dos decidieron zafarse y salir a las doce de la noche caminando a buscar un taxi. Eso fue por la época en que los celulares eran todos flechas y no existían aplicaciones tan cómodas como las de hoy en las que a uno le dicen: la viene a recoger Walfang Santiago Muñoz Cubides con placas vvv345 y le enciman un mapa con el muñequito del taxi y el muñequito de uno, en tiempo real mientras el vehículo se acerca como en un videojuego.

Además de la hora, la soledad de la calle y algunos faroles rotos, ellas estaban medio borrachas, lo que hizo que un trayecto de cuatro cuadras se convirtiera en un trailer de suspenso. Caminaban rápido  -a la velocidad máxima que pueden alcanzar los pies después de varias cervezas y otros tragos más-, habían roto una regla de oro que seguro estaba incluida en la urbanidad de Carreño y es que mezclar tragos atenta contra todas las buenas maneras conocidas, contra todas las lecciones y consejos sobre cómo debe una comportarse en la vía pública. Mis dos amigas daban tumbos, mareadas miraban para todos lados, sobre todo para atrás como en las películas. Pero atrás no había nadie. En una esquina se les atravesó un gato como un relámpago. Gritaron y alcanzaron a mojar los calzones del susto. Después les dio ataque de risa y se orinaron ya del todo. Tuvieron que parar y agarrarse de un poste para que la risa no las fuera a tumbar. Se calmaron y siguieron caminando, con los zapatos en la mano. Como ya habían descargado toda la adrenalina con el gato, iban desprevenidas, ya casi tranquilas. Además la carrera séptima se veía a unos cuantos pasos. Y ahí, justo cuando iban coronando, tres tipos les cortaron el paso.
-Para dónde van tan solitas a esta hora- dijo uno de cachucha roja desteñida. Los otros dos las fueron rodeando. “solitas”, ni siquiera los malandros les quitaban los diminutivos.
En ese momento mi amiga Lala pensó:
-Tengo un gas pimienta en la mochila. Mi cartera -como la de todas- es un agujero negro en donde flotan las llaves de mi casa, una pestañina seca, mi billetera, recibo vencido de Gas Natural, un libro que no es mío y no he devuelto, una toalla higiénica, un encendedor, monedas sueltas y en algún punto el tal gas pimienta. De aquí a que lo busque, lo encuentre y lo use, me pueden haber ya convertido en picadillo y junto al arroz con piña y marañones seré parte del menú principal de algún restaurante chino. En medio del susto se cuestionó. Cómo podía ella, una mujer con educación superior y cierta cultura, darle crédito a esas absurdas leyendas urbanas del origen de la carne en los restaurantes chinos. Mejor una patada en las huevas. Pero los tipos son tres. O sea, 6 huevas. En cuánto tiempo una borracha asustada puede lanzar patadas voladoras que tengan buena puntería. Forget it.
En esas estaba cuando su cara se iluminó. Su amiga estaba entregando todas sus pertenencias y ahora los tipos se dirigían a ella, le exigían las suyas. O sea, eso era todo. Los tipos tenían las mejores intenciones. Porque lo mejor de lo peor que les puede pasar a dos mujeres solas y borrachas en medio de la oscura noche cuando tres tipos se les atraviesan es que las roben y ya.
Estaba casi agradecida. Ella también entregó su mochila hecha a mano, era la primera que había tejido a dos agujas, le tenía cariño, pero objetivamente no era una pieza de exposición. La entregó toda entera. Los tipos salieron corriendo y en un gesto de caballerosidad final, en su huida, les botaron las cédulas al andén, al lado de una alcantarilla. Al menos les evitaron hacer esa vuelta tan jarta de ir a poner el denuncio por pedida de documentos en la policía. Lo peor de la noche si fue que cuando se agacharon a recogerlas vieron un ratón de cola larguísima nadando en el sifón. Gritaron y se volvieron a orinar. Todos saben que la cerveza es diurética y ellas se habían tomado varias.
Lala se metió la mano al bolsillo y encontró 10 mil pesos arrugados. Lo justo para pagar la carrera hasta la casa. Caminaron casi aliviadas hasta la avenida iluminada y pararon un taxi.
Su amiga se durmió sobre su hombro y Lala se acordó de su profesor de psicoanálisis que en clase les decía:
-Por qué las mujeres le tienen tanto miedo a los ratones?
Y todos en coro:
-Por qué?
-Dónde se meten los ratones?
– …
-Pues en los huecos!
El taxista puso un vallenato horrible de su época de colegio que decía:
Quién fue el que te hizo ese daño que no quise hacerte cuando eras mi amor, y que manchó con su orgullo ese orgullo lindo de tener honor.
Lo odiaba pero se lo sabía todo, casi lo cantó. Estuvo a punto de decirle al taxista que por favor cambiará la emisora. Pero le dio miedo. Solas dos mujeres, sin tener el equilibrio necesario para hacer el cuatro, dentro de un taxi con un tipo. Mejor no. Mejor ni siquiera mirarlo por el retrovisor y hacerse también la dormida.
Giró la cabeza hacia la ventanilla que ya tenía góticas de lluvia madrugadora y pensó:
-Siendo mujer hay que estar alerta a varias cosas: a los tipos de mano pesada y aliento peor, a los ladrones, a los diminutivos, a salir de noche, a salir solas, a salir tomadas, a los ratones, a los taxistas, a ciertas canciones del repertorio popular. Pero todo en una noche era demasiado.

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