¡Adiós piojos!

¡Adiós piojos!

“Piojos” googleo. Escribo tan rápido que el buscador me corrige la ortografía. Acepto la corrección que me ofrece la madre tecnología. PIOJOS. Es la palabra que me desvela. Pero voy con el mouse inmediatamente a “imágenes”. Quiero saber toda su información: qué son, cómo se suben a los pelos, dónde y cómo ponen sus huevos (ya me está rascando la cabeza mientras escribo esto) pero, sobre todo, quiero verles la cara.

Hace rato no oía de estos diminutos seres. Hace mucho tiempo no recibía indicios de su existencia. Llegué a pensar que se habían extinguido por efecto del uso indiscriminado de keratinas y alisados permanentes de las últimas décadas. Supuse que ahora solo se podrían llegar a ver dentro de esos raros llaveros cuadrados. Esos excéntricos llaveros de vidrio, color verde botella, en los que antes metían cucarrones y uno los podía ver agigantados. Esos que hoy se mezclan en mercados de las pulgas con el Yo-yo de Coca-Cola o el cubo Rubik. Pero no, los piojos han corrido con mejor suerte que los pobres cucarrones en tres D y están vivitos y coleando. Es más, se han vuelto tan fuertes como nunca antes lo fueron. Los piojos ochenteros que se morían con un bañito de Cruz Azul, han dado paso a nuevas generaciones de mutantes resistentes a la permetrina y cualquier otro tipo de potente insecticida. Son piojos multitasking que se adaptan a las condiciones más agrestes, a los tintes y a las hennas.

Por mi cabeza habían pasado solo una vez. Los piojos eran para mí personajes lejanos de mi infancia, junto con Verónica Castro y Yuri. Los minúsculos parásitos y las artistas mejicanas fueron los protagonistas de unas largas vacaciones en Ecuador. Me contagié y me condenaron al aislamiento y a las telenovelas: a metros de mis primos por temor a una infección masiva. Así que lo único que podía hacer mientras me rascaba frenéticamente en mi exilio era ver tele.  Para fortuna de mi temprano gusto kitsch, en Ecuador daban todas las novelas de Televisa que aquí no habían llegado todavía. Demasiado tarde, a los dos días todos los cueros cabelludos estaban invadidos por estos animales cuyo instinto de conservación los hacía poner miles de huevos pegajosos en tiempo record. Contagié a todos los niños del edificio.

Margaret, la vecina gringa del cuarto piso, muy emperifollada ella, le prometió a mi madre la solución. Tenía un champú americano especial que los mataba sin chistar. El problema es que hace años se había acabado su contenido y solo le quedaba el tarro. Me llevó a la farmacia de la esquina para ver si se conseguía el dichoso champú.

-¿Usted tener special shampoo para piojas? – preguntó al viejito que atendía mientras acompañaba su solicitud con el ademán explícito de rascarse la cabeza, consciente de que su español no iba a ser tan claro como su gesticulada picazón.

-¿piojas?, ¿qué es eso? –preguntó el viejito también rascándose.

-¡PIOJOS!, ¡PIOJOS! – respondió Margaret exasperada y rascándose todavía más fuerte para que no quedara duda de su solicitud.

-Ah, no… -dijo el viejito- acá no vendemos nada para esos bichos…

-¡Incredible!… señor, cómo no van a tener nada para los piojas si aquí nacieron! – e indignada me jaló hacia la puerta y salió echando madres en inglés con su pelo hecho un remolino.

Atravesé el puente internacional de Rumichaca con mis indeseables huéspedes en la cabeza y ya en Colombia, después de un ungüento medicado, me despedí de ellos por una buena cantidad de años.

Hasta que un día noto que mi hija se rasca la cabeza con las uñas. Me acerco sigilosa y ahí lo veo, el piojo, caminando despacio como un Rambo en la selva, abriéndose camino a través de la jungla de pelos. Esa noche lavamos todas las sábanas a 90 grados, aspiramos los colchones, envolvemos nuestras cabezas con toallas y masajes de aceites con esencia de árbol de té para sofocarlos mecánicamente. Ya no es políticamente correcto echarles champús químicos. Y empieza una lucha frontal, porque los inquilinos de la cabeza no se quieren ir. Recurro a todas las estrategias: yerbas, plantas, ungüentos, marcas comerciales y la peinetica de cerdas muy finas. Nada funciona.

Desesperada, decido usar todo lo anterior al mismo tiempo, además de mandarla al jardín oliendo a ensalada y embadurnada en vinagre, cuello y orejas incluidas. Durante el proceso de desinfección aprendo cosas de estos animales: que no saltan, caminan rápido (30 cm por minuto). Que prefieren el pelo limpio al sucio, el liso al crespo. Después de varios días, le reviso meticulosamente el cuero cabelludo y, aleluya, puedo cantar victoria: cabeza limpia.

A la semana, mientras mi hija está acostada durmiendo la siesta, veo un destello de sol iluminar un fragmento blanco en su pelo: una liendra, pienso.

-¿Qué hice mal? – me pregunto mientras voy al baño resignada a buscar de nuevo la peinetica. Tendré que pensar en algo extremo: a mi mente llegan las imágenes de esos escuadrones con máscaras herméticas y trajes  aislantes especiales.

Cuando vuelvo con el vinagre ya listo, y el frasco de tea tree oil me fijo mejor. No es una liendra, es una miga de papa frita. Y entonces celebro como nunca antes la existencia de la comida chatarra.

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