Los primeros ñoquis que probé fueron los de mi nonna Floriana, hechos en la casa para ensalzar las ocasiones especiales. Para los días ordinarios estaba la pasta, la pasta con salsa de carne, para los días más ordinarios todavía, estaba la pasta sola con mantequilla y parmesano. En Italia a esa pasta le dicen el plato del marido cornudo. Porque es solo echar la pasta al agua hirviendo y ya. Una mujer ocupada en otras cuestiones requiere de poquísimo tiempo para preparar esa receta, de ahí el nombre. Pero para los cumpleaños, los festejos, las celebraciones, estaban los ñoquis. La pasta corriente vestida de gala, vestida de papa.
Luego llegaron a mi vida los ñoquis de nonna Anna, mi suegra. Los conocí iba a su casa a almorzar, después de mi trabajo como guía turística en el Open Bus de Roma. Yo llegaba echando madres, alterada, descompuesta, porque siempre había peleado con algún turista. Seguro algún tipo en bermudas y crocs que se quejaba del sol o del viento, o de la lluvia, de haberse quemado, de haberse mojado,
-¿Pero si pagó el tur en un bus abierto llamado Open Bus?, ¿qué pretende de mí?, ¿acaso tengo la varita mágica para cambiar el clima? – decía yo mientras tiraba la chaqueta en el asiento y me abalanzaba sobre la mesa.
La nonna me miraba con una sonrisa y no decía nada. Yo estaba hambrienta y enojada, una combinación explosiva. Yo echaba chispas, seguía insultando a los humanos en vacaciones, y mientras cogía los cubiertos con rabia, maldecía ese deseo malsano de conocer el mundo en manada.
Nonna Anna ponía de frente a mí, el plato humeante de sus ñoquis. Se sentaba a mi lado y solo me escuchaba.
Yo probaba la primera cucharada y me hervía la cabeza y le iba contando, exasperada, cómo había sido mi pelea con esos gitanos de la estación Termini para que no les robaran las cámaras a unos japoneses, que también era el colmo, parecían caídos del zarzo porque llevaban todas las maletas abiertas y a mí quién me mandaba a cuidarles la espalda… Y seguía masticando y el sabor de esa masa me iba invadiendo. Y como las leyes de la física dicen que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, pues la rabia se me iba saliendo, sí, se iba derritiendo con la salsa ´para hacerle espacio al deleite.
En la mitad del plato ya los turistas, pobrecitos, no era su culpa ser tan brutos, serían efectos de tanto sol en la cabeza y los pobres japoneses, tan decentes, cultura magna, inventores del Origami, había que ayudarles en esta jungla occidental, ¿cómo no?…
Cuando llegaba al final del plato, cuando yo restregaba el último pedazo de pan sobre la salsa y todos los ñoquis estaban en mi barriga: ¡YO A LOS TURISTAS DEL MUNDO LOS AMABA! Bienaventurados todos con sus canguros al cinto, fuente de trabajo, motor de la economía.
Esos eran los ñoquis de nonna Anna: mágicos, poderosa alquimia de amor. Capaces de transmutar cualquier sentimiento negativo en bondad y placer, capaces de amansar los espíritus más sublevados.
Cuando la masa ya estaba hecha, me mostraba con sus dedos cómo se debía hacer la forma:
-Es como un pellizco, no puede ser ni muy fuerte ni endeble- decía sin despegar los ojos de la mezcla. Matemática y física pura aplicada a las yemas y las uñas sobre la masa.
Es diciembre, estamos con la tía de mi marido, mi cuñada, mi hija y yo preparando ñoquis. Llega nonna Anna y se pone a llorar. Llora porque ya no se acuerda de la receta. No debe ser fácil aceptar que la mente con los años va quedando como una tabla de harina vacía. Después se limpia las lágrimas con las mangas de la camisa y se pone un delantal. La masa ya está lista. Yo paso mi dedo índice y mi dedo medio sobre las bolitas de harina y papa, pero no logro la forma justa. Y ahí nonna Anna, sus manos, entran en acción:
-Es así – me dice, sus dedos van solos haciendo algo que su mente ya olvidó. Resbalan sobre la masa con una presión perfecta.
Luego echamos los ñoquis ya listos en agua hirviendo. Los pruebo y pienso en Nonna Anna de joven. Cuando aprendió a preparar su receta mágica, cuando terminó la guerra, cuando descubrió el amor. Vincenzo y Anna se conocieron en el mar. Más precisamente en un bus que iba al mar, a una playa de la costa Amalfitana. La guerra había terminado llevándose los días grises de comer solo pan y cebolla y para completar la dicha, era verano. Por fin, un sol que se quedaba hasta tarde y que no quería despegarse del cielo en uno de los lugares más bellos de la Tierra. Italia florecía, todo florecía. Vincenzo y Anna también, con todo el fulgor de sus 14 años. Una amiga los presentó.
Fue un amor de película. No solo por lo intenso, sino porque se oficializó durante una proyección de cine al aire libre. Vincenzo y Anna buscaron un lugar íntimo. De la mano, escudriñaron afanosamente, pisaron unas latas, se tropezaron con unas cajas viejas, hasta encontrar un espacio oscuro detrás de un andamio. Y allí, finalmente, se dieron un beso apasionado. Estaban tan felices y concentrados, que no se percataron de que se habían metido justo detrás de la pantalla. La luz se encendió en ese momento y fue la mejor película que el público pudo ver esa noche entre risas y chiflidos.
¿Cuál era el secreto de sus ñoquis?… En diversas ocasiones vi a la nonna Anna levantarse temprano, ponerse su delantal y pelar las papas sobre la mesa para empezar a prepararlos. Fueron tantos y tantos los días viéndola hacerlo de la misma manera… Siempre pensé que habría uno, uno de esos días infinitos, un día, cualquiera, en que yo se lo preguntaría. Nunca se me pasó por la cabeza que, en cambio, llegaría otro día al azar, perdido entre los misterios del tiempo, en que las papas simplemente se iban a quedar esperando en la alacena. Nonna Anna ya no se iba a levantar más. Yo no iba a poder preguntarle sobre su secreto nunca más.
-Nonna Anna se fue al cielo, -le cuento esta mañana a mi hija, unas horas después de recibir la noticia.
-¿Al universo?
-Sí, al universo…
Buen viaje, nonna Anna, que tu trayecto esté lleno de ñoquis mágicos y películas de amor.
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