El gancho antena y otros inventos maternos

Las mamás recursivas de los ochenta

En mi casa las cosas se dañaban y en vez de arreglarlas, el curso normal de los acontecimientos era tratar de componerlas con instrumentos hechizos, trucos y artificios que los miembros de la  familia iban aprendiendo y aplicando hasta que el objeto volvía a cumplir  con su función. Se establecía un nuevo orden y el viejo quedaba olvidado por completo, como si nunca hubiera existido. Era como un código, una especie de lenguaje doméstico, una jerigonza que sabíamos solo los miembros de la familia para manipular y hacer funcionar las cosas.

Una tarde de aguacero estábamos viendo Pequeños Gigantes con mi hermano, mientras comíamos pan con mermelada. Ese pan era delicioso, crujiente por fuera y blandito por dentro, esponjoso, pero no masudo. Siempre que lo masticábamos nos mirábamos y nos reíamos, en un momento de profundo gozo y complicidad sensorial.

Con mi mamá caminábamos como siete cuadras para irlo a comprar. Hasta que un día, al llegar a la panadería vimos a Popea, la gata de la dueña de la panadería,  echada tomando siesta encima de los panes recién horneados. Y desde ahí nunca más volvimos. Mi mamá no nos dejó volver, por miedo a la toxoplasmosis o algún otro bicho que Popea pudiera haber diseminado en los panes.

Pero esa tarde todavía no habíamos descubierto que quizás el secreto del sabor de los panes estaba precisamente en los pelos que dejaba Popea.

Esa tarde, no recuerdo si fue un rayo, pero el caso es que la pantalla del televisor sonó durísimo y quedo negra. Mi hermano y yo salimos corriendo y nos precipitamos por las escaleras. Mi papá estaba, como siempre, en pijama, estudiando, escribiendo y armando circuitos en la mesa del comedor con la luz prendida, aunque fuera de día.

No sé si lo que se ponía era una pijama o una sudadera azul oscura, tenía varias iguales. Como era ingeniero electrónico, todo lo que fueran quejas de daños o averías iban en una primera instancia directo a él. Pero, desafortunadamente para nosotros en ese momento, él era un científico, no un plomero ni un electricista.

-¡Papi, se quemó el televisor! -dijo mi hermano con cara de susto y yo, lloriqueando:

-¡Nos vamos perder el final de Pequeños Gigantes!

Mi papá se demoró en levantar la cabeza de su maraña de cables de colores.  Luego nos miró distraído, como pensando en otra cosa, tal vez completando en la mente alguna fórmula matemática:

-Díganle a su mamá.

Y volvió su cabeza y sus manos al invento en el que estaba trabajando.

Mi mamá había estudiado unos semestres de Antropología y otros de Literatura. Su paso por la universidad había sido abrupto, accidentado, lleno de ausencias, semestres aplazados, materias perdidas por faltar a clase. Al final había desistido, al menos hasta que nosotros estuviéramos más grandes. Pero para efectos prácticos y domésticos, ese brochazo de carreras que algunos llamarían inútiles, nos servían más que los años de ingeniería de mi papá.

Mi mamá que estaba en el patio, había oído todo. Sin decir ni pío, cogió un gancho de ropa colgado en la cuerda, de esos metálicos.  Subió las escaleras suspirando, como quien va a cumplir una misión jartísima pero necesaria. Nosotros la seguimos con la sensación feliz de quién va abrir una caja de bombones de chocolate. Estábamos seguros de que ella lo iba a resolver. Ella lo resolvería porque la experiencia nos había demostrado un sin número de veces que la convicción materna estaba por encima de las leyes de la física, la dinámica, la estática, y los defectos de fábrica de los pésimos electrodomésticos importados del  Ecuador, como era nuestro televisor.

Con el aguacero, la antena del televisor había sacado la mano. Mi mamá se remangó las mangas y como si hubiera leído algún manual inverosímil de las propiedades conductoras de los ganchos de ropa, simplemente reemplazó la antena con el gancho. Lo estiró, lo dobló moviéndolo para todos lados. La imagen lluviosa recuperaba visibilidad por momentos y mi hermano y yo pasábamos de la dicha al llanto en sincronía con la pantalla. Por fin, en un movimiento magistral, la imagen rebotó unos segundos y regresó, nítida, incluso mejor que antes. Mi mamá se acomodó otra vez las mangas de su camisa:

-Ya saben, hay que moverle el gancho así –dijo con el mismo tono sobrado de Murillo, el jardinero que nos cortaba el pasto de vez en cuando y que sabía mucho de plantas, de botánica. Y con las manos hizo una mímica exagerada de su maniobra con el gancho.

Ya teníamos una nueva antena. Jamás volveríamos a usar la original, un nuevo objeto entraba en nuestro universo doméstico, un híbrido veía la luz, producto de las falencias de la tecnología de contrabando y las bondades del ingenio materno: el gancho-antena.

Fragmento del libro “Aventuras de una super mamá”

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