Algunas tardes se sentaban mis dos abuelas a charlar. Si una era un ciclón, la otra era una canción de cuna. Mi abuela paterna era un alma buena, cándidamente y sin proponérselo. Una señora que, no sé cómo, jamás practicó el deporte preferido de muchas mujeres cuando están reunidas: rajar del prójimo y específicamente de las prójimas, las no presentes, obvio.
Recuerdo una tarde en la que varias señoras estaban en mi casa tomando café con pan. El tema de conversación era la señora M. La pobre tuvo que haber tenido las orejas calientes por horas: que por qué era tan tacaña, pero además mentirosa, que los hijos unos vagos, el marido un patán, sus vestidos pasados de moda, su corte de pelo completamente desfavorecedor. Mi abuela Blanca, porque hasta el nombre le hacía honor a su índole ingenua y diáfana, permanecía callada. Oyendo y fumando porque, eso sí, fumaba como camionero en viaje largo, tal vez era ese el motivo de su prudencia. Quizás el placer de fumar le era mucho más grato que el de rajar de los demás. Mientras las otras hablaban y hablaban ella solo echaba al aire un humo denso de Pielroja sin filtro, un humo que salía de su boca espeso y se iba diluyendo mientras dibujaba figuras hasta perderse. Después de haber acabado con la honra y el buen nombre de la señora M, todas se quedaron calladas, mirando al vacío, sorbieron sus tazas de café y mordieron un pedazo de pan. Y fue en ese momento cuando mi abuela aprovechó para decir:
-¿Pero le han visto las manos? qué manos tan bellas tiene.
Esa era mi abuela Blanca, una señora que había tenido la delicadeza de fijarse en lo único bonito que tenía la señora M. Y lo sacaba a relucir ahora, en el momento justo. Pero así era ella para todo, viendo siempre lo bueno, el vaso siempre completamente lleno: las manos bellas, las flores recién nacidas del árbol de la esquina, las nubes grises que, gracias a Dios, anunciaban el aguacero, la picardía -esa era su palabra preferida- de los niños desafinados que cantaban por la cuadra villancicos de Navidad haciendo ruido con tapas de ollas y cucharas.
Mi abuela Blanca adoraba las radionovelas de Caín y Kalimán y nos contaba a mi hermano y a mí las hazañas de la Batalla de Boyacá o de la Guerra de los Mil Días como si fueran un cuento. ¿Una guerra había durado mil días? mi mente de niña no lo podía creer. Mil días eran demasiados. Entonces yo sacaba mi cuaderno y hacía cuentas con lápiz y papel para ver esos mil días cuántos meses, cuántos años eran, a cuántas vacaciones equivalían.
Mi abuela se estaba quedando ciega. Cada vez más su mundo eran las conversaciones, la radio, las narraciones y los cuentos. Algunas acuarelas que había pintado durante su vida, cuando todavía veía bien, estaban enmarcadas y colgadas en las paredes de mi casa. Algunas eran de paisajes, de flores, otras de figuras de mujeres. Ya no había vuelto a pintar. Por las cataratas, sus ojos azules se habían convertido en una mancha gris y blanca de acuarela y agua. Tampoco podía caminar bien y así, a pesar de no ver ni caminar, estaba siempre contenta. Andaba con un bastón que dejaba perdido en todos lados y había que buscárselo por toda la casa. Para la vista usaba unas gafas gigantes, unas lupas densas y opacas, que a medida que avanzaba la ceguera perdían funcionalidad. Una noche se fue la luz y preparamos unos Sandwiches con salchichas para comer a la luz de las velas. Pusimos los panes en un plato y las salchichas e otro. Cada uno se armaba su Sandwich. De repente sentí un mordisco en mi dedo. Con la penumbra, la pobre pensó que mi índice era una salchicha y se lo metió a la boca con todo y pan.
Cuando a mi papá lo trasladaron de ciudad por trabajo, mi abuela, que siempre había vivido con nosotros, se fue a vivir a Estados Unidos donde mis tías. No la volví a ver por años. De vez en cuando hablábamos por teléfono. Unos dos años antes de morir, volvió a Colombia para arreglar el asunto de unos papeles.
Fue raro volverla a ver después de casi diez años. Diez años que en la vida de un niño significan una transformación. Cuando la deje de ver yo estaba por cumplir once años y ahora tenía veinte.
Mi abuela era tan pequeña. ¿Se había encogido con la vejez o era yo la que había crecido? Ahora ella parecía una niña, frágil, quebradiza, alegre.
Salimos a un prado detrás de la cuadra a recoger flores. Mientras conversábamos, caminábamos muy despacio, echábamos las ramitas en los bolsillos de su vestido.
Esa fue la última vez que la vi.
Fragmento de “Aventuras de una super mamá”
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