Dudé mucho antes de ir a ver la película. Mi mamá jamás lo hubiera hecho, eso de dudar. Me habría comprado la boleta con un paquete gigante de crispetas y un vaso de Coca-Cola y ya.
Esa frescura de los papás de antes frente a lo que veían sus hijos en cine o tv, iba de la mano con la creencia de que la gaseosa podía meterse en una pirámide alimenticia decente. Eran los ochenta: Naranja Postobón al almuerzo y “Los ricos también lloran” a la comida. Mis papás jamás se cuestionaron sobre las secuelas que nos podían dejar los colorantes, los conservantes, los azúcares refinados o los dramas de Verónica Castro. A ningún adulto se le pasaba por la cabeza que algo así pudiera afectar la sensibilidad infantil. Nosotros nos sentábamos frente a la tele dieran lo que dieran, saboreando deliciosas porquerías.
La preocupación de los papás contemporáneos sobre lo que consumen los hijos (comida, tv, películas) es completamente nueva. Leemos las etiquetas de todo lo que compramos en el supermercado y antes de ir cine escudriñamos opiniones, reseñas y consejos sobre las películas y programas en foros y grupos de internet.
Eso hice yo con Dumbo. Que no era apta para niños menores de 7 años, que había que llevarse una caja de pañuelos, leí.
-¡Pero si es de Disney, no seas tan ridícula! – me dijo una amiga que no tiene hijos.
Pues tal vez sí, mi amiga tenía razón. ¿Acaso podría ser este Dumbo moderno más trágico que los capítulos completos de “Corazón”, que me vi cuando casi todos mis dientes eran de leche? La serie manga japonesa se basaba en el libro de Edmondo de Amicis y en cada episodio los muñequitos eran matoneados, abandonados y maltratados. Todavía recuerdo mi angustia con la canción de Marco, el niño que se fue en barco (¡en barco!) desde Italia hasta Argentina buscando a la mamá. Pero el drama de la serie era acentuado por la estética manga, pues las lágrimas de los sufridos infantes nunca terminaban de caer en un desahogo liberador, sino que se quedaban temblando en un ojo de Garofi o Ernesto por segundos interminables.
Con qué cara le iba a poder negar a mi hija ver Dumbo si yo a los 5 años no me iba a dormir los viernes en la noche hasta que no me veía completos los capítulos de “Zafiro y Acero” una serie inglesa y magistral (que es casi lo mismo) pero escalofriante sobre una pareja que resolvía misterios de la dimensión espacio-tiempo.
Además desde que nació mi hija conté las horas, las semanas y los meses para que llegara ese anhelado día en el que ella iba a tener el nivel de atención suficientemente sostenido para ver una película completa. ¿Y ahora yo misma me estaba saboteando la posibilidad de ir a cine, por fin? No era justo. Así que decidí dejar de lado las opiniones ajenas de internet: nuestra primera vez en cine juntas iba a correr por cuenta de Burton.
Entramos con Aurora en la sala. La preparé para la versión más oscura del elefante volador:
-En las escenas tristes, te tapas los ojos, ¿vale?
-Vale, -me dijo metiéndose una manotada de crispetas en la boca. Eso sí, de tomar le llevé jugo de mandarina y estuve a punto de hacer como mi abuela que mandaba a mi mamá a cine con un banano, pero temí apachurrarlo en mi cartera repleta, así que desistí.
Nos divertimos, nos emocionamos, nos reímos y lloramos. Se tuvo que tapar los ojos solo dos veces y la escena de los niños volando sobre Dumbo me recordó a la de Atreyu en “La historia sin fin”.
Burton será dark, pero nunca más dark que José Miel. Y si yo sobreviví a la historia más dramática jamás contada de una abeja que dura 50 capítulos buscando a la mamá, mi hija sobreviría a Dumbo.
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