Mi nonna tenía un nombre de película: Floriana Di Petta. Un jardín lleno de flores con dos tetas, como fuentes, en la mitad. A eso me sonaba su nombre cuando yo era pequeña. Mi nonna era un cojín abullonado en el que yo adoraba desmoronarme.
Mi nonna había llegado a Colombia en los años cincuenta, en barco, en un viaje de cuarenta días. Como un misterioso vaticinio matemático, cada día sobre ese barco correspondió a cada año que pasaría lejos de Italia, de su hermano y de los grifos del sótano de su casa que en vez de agua hacían correr vino.
Mi nonna nos contaba historias de la guerra actuando todos los personajes, cambiando de voz, manoteando, usando todos los matices de la más histriónica de las actrices: cuando los alemanes invadieron su terraza para improvisar un campamento de heridos; cuando un soldado raptó a la vecina, una muchacha sola y joven, solamente para tomarse una foto con ella sosteniendo en la mano un racimo de uvas. En algunas partes hacía voz de hombre y en otras se le aguaban los ojos. A mi hermano y a mí también.
Mi nonna cocinaba los mejores huevos al teléfono, rebosantes de un queso mozzarella que se estiraba –como los cables del teléfono-. Mi nonna era la cliente predilecta del Ley y todos los años el gerente me regalaba el disco de navidad del almacén. Mi nonna hablaba con acento italiano y a todos los muchachos de la sección de frutas, en vez de decirles “mijo” les decía “migo”. Mi nonna era un imán alrededor del cual giraba todo. Mi nonna entraba como una tromba festiva y todos se iban reuniendo alrededor y la iban siguiendo como en una coreografía, en la casa, en la calle, en la universidad donde dio clases.
Mi nonna jugaba póquer y canasta con sus amigas hasta las 3 de la mañana y mi canción de cuna de muchas noches fue el torrente de las fichas de plástico cayendo sobre el paño verde de la mesa de juego.
Mi nonna vivía en el edificio frente al nuestro. Cuando yo tenía 4 años, todos los viernes mi mamá escribía una carta: “Asómate a la ventana”. Me preparaba un morral con piyama, cepillo de dientes y una muda de ropa y me mandaba sola con la carta en la mano. Yo caminaba despacio, apretando el papel doblado para que no se me fuera a caer. Desde sus ventanas, ambas me miraban mientras me alejaba de una, me acercaba a la otra. Mi nonna me esperaba en una de las entradas del edificio y yo le entregaba la carta. La misma de todos los viernes, pero cada vez ella hacía cara de felicidad y sorpresa como si la leyera por primera vez. Subíamos las escaleras corriendo. Abríamos la ventana. Mi mamá se veía chiquitica, lejos, desde la otra ventana y nos saludábamos con la mano.
Un día llegué con mi carta y mi nonna no estaba en la puerta. Nos cruzamos y mientras ella me esperaba en una entrada yo la buscaba por la otra. Di la vuelta al bloque y no la vi. Asustada, le pregunté a un policía bachiller que se la pasaba por ahí oyendo un radio transistor sin mucho más qué hacer:
-¿Viste a la nonna?
-¿La mona? ¿cuál mona? – se rió.
-¡La nonna! ¡mi nonna!– le grité, asustada, porque no la encontraba, pero sobre todo aterrada, al descubrir que sobre la faz de la tierra vivía alguien que no sabía todo lo que significaba esa palabra: sibarita, amante del buen comer, el buen vino y el juego, espíritu emancipado, visionaria, feliz.
-¡Nonna! -grité cuando por fin la vi entrar. Me sequé las lágrimas con su vestido negro de flores que olía a azúcar y crema.
Un día hace 16 años mi nonna ya no estuvo. Nos cruzamos y mientras yo estaba en Italia, su Italia, ella se iba. Contesté el teléfono. Le pregunté a mi mamá que había estado en el hospital visitándola:
-¿Viste a la nonna?
Ese día soñé que di la vuelta al bloque y no la vi.
Nonna mía, no hay día que no te piense, nonna, asómate a la ventana.
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