El hombre increíble

Mi papá y yo

Un día de hace muchos años, mi papá se despertó asustado.

-Estoy sudando verde.

Se levantó la bota de su piyama de algodón para dejarnos ver sus piernas color queso. Y sí, hacía calor y por ellas corría un líquido de color moho. Por turnos, incrédulos, pasamos la mano por su piel. Primero mi mamá con cara de duda, luego mi hermano y yo con curiosidad genuina.

Como él era científico, pensé mientras miraba el fluido verdusco sobre mis yemas, tal vez un error fortuito en alguno de sus experimentos había sido la causa.

Recordé que en la mayoría de historias oficiales de los superhéroes, es precisamente un experimento el detonante de la transformación. ¿Sería su continua exposición a circuitos y cables hasta altas horas de la noche? yo no lo sabía, pero algo estaba mutando a mi papá.

Mientras mis teorías se multiplicaban, las citas a los médicos comenzaban. Un internista amigo de la familia le hizo todos los exámenes de rigor encontrándolo en perfecto estado de salud, salvo ese sospechoso sudor verde. Aparecía misteriosamente en la noche y temprano en las mañanas seguía ahí. Como en esa época no había Google, la consulta del síntoma se limitaba a conversaciones con vecinos y amigos. Alguien le sugirió que eliminara de su dieta completamente el brócoli y las espinacas, que mi papá igual nunca comía.

Pasaron tres días. Durante ese tiempo mi hermano y yo lo espiábamos desde las escaleras. Esperábamos algún signo de la transformación. Por esos días veíamos “El hombre increíble”, antecesor televisivo de “Hulk”. Quizás en unos días tendríamos nuestra propia versión casera. Me imaginaba a mi papá corriendo sin camisa en cámara lenta por una calle del barrio con la cara verde, el cuerpo verde. Así era el cabezote de la serie gringa, solo que el protagonista, Lou Ferrigno, corría por una carretera ancha de esas de Estados Unidos. Pero la verdad, no veíamos cambios. Mi papá parecía el mismo: trabajando en la mesa del comedor, con la luz prendida aunque fuera de día, sus gafas, su cabeza inmersa en cables de colores, sus libros, sus aparatos de película de ciencia ficción. Igual que siempre, sus discos de Nino Bravo y Nicola di Bari sonando de fondo. No le había empezado a salir más pelo, tampoco estaba tomando formas extrañas. No se le veía evidencia de algún superpoder, más allá de la capacidad de trasnocharse leyendo y levantarse al otro día a las 5 de la mañana, fresco como una flor, pero esa habilidad siempre la había tenido, no era nada nuevo.

Un día estábamos todos tomando la siesta después de almuerzo cuando oímos un grito que venía del patio. Era Carmelina, la señora que nos ayudaba algunos días en la casa. Bajamos corriendo.

-¡Mire, doña Floriana! -gritó mostrándole a mi abuela un tonel repleto de ropa mojada. Estaba toda verde. Carmelina sacó del tonel un pantalón emparamado: el preferido de mi papá:

-¡Este verraco pantalón me manchó toda la ropa!

Y sí, mis camisetas de gimnasia del colegio, los delantales de mi abuela, las camisas blancas de mi papá y los uniformes de enfermería de mi prima que iba a la universidad. Todos manchados con unas vetas verdes.

Carmelina había resuelto el misterio del sudor verde de mi papá. Su pantalón preferido era de una calidad tan fina y de unos tintes tan sutiles, que con un poco de calor desteñía verde.

Ninguna mutación superheróica entonces. Seguiríamos con nuestro papá de siempre. Un papá con habilidades culinarias notables que nos fritaba huevos con vinagre, pensando que era aceite. Un hombre increíble y consentidor con el superpoder de conseguirnos las mejores películas infantiles en versiones inéditas y de explicarnos las constelaciones. Y la verdad es que con él, así, sin mutaciones, estábamos muy contentos. Feliz día, papá.

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