Nostalgia de las fotos en papel

Fotos en papel

Hace muchos años, en una peluquería de barrio a la que iba mi mamá, los dueños solían distraer a las habituales clientas no con revistas de moda o chismes como es la usanza, tampoco con catálogos de cortes y peinados. En el salón de belleza “Glady’s” (porque peluquería de barrio que se respete debe llevar algún apóstrofe en su nombre, en cualquier letra, sino pierde toda credibilidad) había una mesa central de aluminio. Y ahí en vez de la Cosmopolitan o la Vanidades estaba el álbum de fotos de la familia.

La clienta pasaba de lavarse el pelo a la silla giratoria negra frente al espejo y mientras en su cabeza dejaba reposar el menjurje rojizo para dar color a su cabellera, Gladys misma en persona o su esposo, le pasaban algo para ojear, algo que consideraban interesante y mucho más atractivo que las infidencias de Lady D: el registro fotográfico de la vida familiar.

Con un delantal blanco manchado por el uso y los pies metidos en flamante platón de plástico para ablandar los callos previos al pedicure, mi mamá y las otras señoras del barrio que iban a la peluquería miraban el álbum: la abuela cerrando los ojos y pidiendo un deseo como quinceañera en su cumpleaños número 85 frente a una torta de rosas de mazapán. La primita de Cartago, con su vestido de tul blanco ancho agarrando una vela, mientras sonríe mueca en su primera comunión. Santa Marta: todos parados en una piedra en la playa, con cachuchas y las marcas rojas del vestido de baño, los niños en pantaloneta haciendo la “v” de la victoria con los dedos, mientras uno, el de más atrás, está a punto de caerse sin que nadie se dé cuenta.

Si la sala de belleza Glady’s existiera hoy y sus dueños quisieran seguir con la misma dinámica, se verían obligados a pasarles a las clientas no un álbum, sino un celular para que ellas descolgaran su cuello ante el torrente de imágenes, memes, videos, placas de taxis, mapas y el universo entero que se desplega en cuadritos interminables mientras se arrastra el dedo hacia abajo sobre la pantalla.

La fotografía digital es un milagro. La posibilidad de despilfarrar alegremente la existencia ante la cámara sin ningún sentido ecológico, ni temor, ni barrera, ni límite numérico (rollo de 12 fotos, 24, 32) ni estético. Igual, hay filtros, recortadores, embellecedores y ahora hasta envejecedores como con la nueva y polémica Faceapp. Es la democratización de la imagen, cuando antes de publicar una sola foto, todas las amigas debemos revisar las 100 que hemos tomado y escoger por votación unánime aquella en la que todas salimos bien. Es la tranquilidad de poder preguntar cómo nos queda un par de zapatos mandando la foto con ellos puestos.

Pero un misterio sublime envuelve las fotos de papel. Una gracia imposible de alcanzar por los pixeles. Las fotos en papel son exclusivas, guerreras, son esas imágenes que sobrevivieron al rollo velado, un pedazo de vida selecto, recorrido, pegado en un álbum con cuidado, cubierto con una lámina transparente para protegerlo.

A mí me abruma tener el celular lleno de fotos. Siento la necesidad compulsiva de andar vaciando la memoria del aparato. Pero ahora siento también la necesidad vital de imprimir algunas fotos, de sacarlas de su apatía digital para hacerlas verdaderamente mías, tangibles, mostrables, palpables, perdurables.

Y quién sabe, tal vez si en un futuro monto mi salón de belleza “Vane’s”, ya tendré mi propio y nutrido material para entretener a las señoras.

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