Ksimeritos

Ksimeritos

Nacen, con sus ojos gigantes examinando el mundo. Los debes nutrir, no solo de amor, sino de comida especial, hay que ponerles vacunas y sueros que valen lo equivalente a entradas para ir a ver El Circo del Sol y hay que llevarlos adonde la enfermera Tania para controles periódicos como un recién nacido real.

Si nuestra generación vivió la influencia mejicana de telenovelas como “Alcanzar una estrella”, las nuevas, fresquísimas generaciones sucumben ante el encanto azteca de estos muñecos, cabezones y carísimos con nombres como Isabelonga, Berinaiz y Machincuepa.

Y no es solo el muñeco, tienen un ajuar más completo que el de Kim Kardashian y cada calzón, sudadera, gorrito o pañal vale más de lo que costaría la misma prenda para un humano adulto y plenamente desarrollado, en algún almacén de marca.

Mi hija me rogó, imploró por un Ksimerito durante meses, tal vez. Mi cordura materna y mi calculadora no aceptaban la posibilidad de adquirir el muñeco.

-Tienes la canasta llena de juguetes.

Y sí, en ese hueco negro que es la canasta de los juguetes de cualquier niño, sobresalían brazos, piernas y cabezas de Rapunzeles, Elsas, Anas y Campanitas de todos los tamaños y estilos.

Pero ella soñaba con su Ksimerito. Y ese anhelo de tener el muñeco me hizo pensar en el mío propio.

El objeto del deseo de mi época en materia de muñecos era la Barbie. Mágica, encantadora. Por su aspecto estético y todo lo que representaba: ella venía de un mundo moderno y opulento, ella era gringa. Poseer una Barbie era toda una odisea que tenía que ver con primos viajando a Panamá, encargos a alguna tía abuela que vivía en Miami o herencias felices que nos dejaba alguna prima quinceañera cuyos intereses cambiaban con las nuevas hormonas de la adolescencia. Para las menos afortunadas, también estaban las versiones nacionales como la “Marinette” que yo tuve. Una criolla imitación de la glamorosa chica dorada de Mattel. La pobre Marinette hacía su mejor esfuerzo por encajar en su rol de diva en mis juegos de niña, pero lo que lograba era acentuar todavía más el drama de no tener a la Barbie original. “Marinette” no era bronceada sino rosada, con una cabeza desproporcionada (casi como un Ksimerito), un pelo no rubio sino amarillo y pasudo y estaba hecha de un plástico decadente que se ablandaba con el agua. Marinette no podía entonces entrar a la piscina con Ken porque se derretía y no propiamente de amor. Mis amigas la ponían siempre a hacer el papel de la madrastra mala.

Pasaron tal vez años de soportar a mi Marinette, hasta que pude tener por fin una Barbie original. Era la Barbie Dorada. Todavía recuerdo la sensación de abrir su caja radiante y toparme con esos ojos azules y esos visos de ondas suaves a lo Farrah Fawcett. Yo dormía con ella, me bañaba con ella y la llevaba al colegio.

Así que pensé: si alguna vez mi mamá tuvo que hacer la inversión y ceder para que yo finalmente tuviera la Barbie, por qué no iba yo a comprarle un Ksimerito a mi hija. Así que acepté entrar en la onda del tal Ksimerito. Pero primero quise ver si podía comprarle la versión pirata, como para seguir la tradición familiar. Busqué en San Andresito de la 38 una especie de Marinette – Ksimerita, pero no tuve éxito. Le compré entonces un Ksimerito original de cumpleaños, Lili Pink, se llama, es “una niña”. Mi hija duerme con ella, se baña con ella, la lleva al colegio y con todo lo que costó, les aseguro que no se derrite con el agua.

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