Pandemia futurista

Pandemia futurista

Podía ser peor. Podía suceder en 2002. Toda la familia encerrada en una casa haciendo turnos para usar el único computador, un mamotreto que pedía permiso con un pito para entrar a internet a través de un modem. Porque en ese entonces “entrábamos” a internet, ahora nunca salimos.

Podía ser peor. Podía suceder en 1998, podíamos estar confinados sin Netflix, supeditados a la dictadura de lo que la tv nacional nos quisiera tirar, sin Amazon tv o el democrático Youtube.  Podía ser peor, pero lo cierto es que es diferente. El futuro, cuando llega, casi nunca es como la maqueta mental que guardamos de él, hecha de retazos de películas y páginas de libros de ciencia ficción que quedaron empolvados en la trastienda de nuestro cerebro.

Recuerdo hace años cuando fuimos a cine a ver la premier de ET. Un acontecimiento inolvidable, a la entrada nos compraron un vaso extra grande de Coca-cola con la icónica imagen de Elliot y su amigo extraterrestre volando en bicicleta hacia la luna.

Después de unos meses estábamos sentados en la sala tranquilamente:

-¡ET, vengan a verlo! –mi hermano, que tendría 4 años, gritaba y jalaba la falda de mi mamá.

Corrimos todos a la cocina, segundos en los que alcancé a visualizarme pedaleando en el vacío, hacia las estrellas.

Ahí estaba ET. Con su cabezota y ojos transparentes como pidiendo perdón y su cuello de dinosaurio largo y arrugado. ET había llegado a nuestro apartamento en Cali: era un pollo crudo que mi tía había dejado adobando con limón y ajo en el mesón de la cocina.

Desde mi ventana se ven gatos. Uno mono, uno gris con café y otro pequeño negro que se lame al sol.

-Ese es el bebé del mono.

Después de 34 días de observación científica desde la ventana, mi hija ya tiene muy claro cuál es el parentesco de los gatos. Un poco más complejo parece ser el árbol genealógico de los vecinos. Una montonera de sujetos de edades y fisonomías diversas, entran, salen, bañan al perro con gorro de baño en el lavadero y lo jabonan, lo restriegan con saña, como si acabara de llegar el pobre de hacer mercado en el D1.

-Un gato adulto pasa en promedio 15 años de su vida durmiendo – le leo a Aurora en un libro que venía con la cajita feliz y que se titula “Raro, pero cierto”

-Pues entonces deberías irte a vivir allá abajo con los gatos, siempre quieres dormir.

Y tiene razón. En este carrusel de días idénticos, de viernes que parecen domingos, de chanclas viviendo su época de gloria, mis ganas de dormir florecen más genuinas que siempre.

Nostradamus y las películas que vi de niña me predispusieron para un panorama apocalíptico diferente: Una pandemia de cielo plomizo, mutantes deambulando por calles desiertas, humanos escondidos en azoteas y sótanos. En cambio, enfrento el espanto de montañas de ollas y sartenes que se multiplican en el lavaplatos, reproduciéndose más rápido que las cepas del mismo coronavirus. Una Bogotá de cielos azules que nunca aparecieron todas las veces (y fueron varias) que quisimos hacer un picnic y ahora esplenden, cuando no podemos salir. No hay mutantes, solo gente con guantes de látex y tapabocas haciendo fila en los supermercados y sí, hay humanos escondidos en azoteas y sótanos, pero para grabar tik toks sin que sus hijos adolescentes se den cuenta.

La pandemia futurista que me imaginé no es un extraterrestre volando en bicicleta hacia la luna, es un pollo crudo en la cocina.

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