Apuntes del día de la madre

mamá y yo

No se puede decir que estamos posando, es una instantánea de otras épocas, un tiempo de rollos velados, cuando había solo 12 o 24 oportunidades para inmortalizar el momento, una lotería, la foto como salía, salía. Ahí estoy, con cara de puño a los 4 años. Mi mamá sonríe y me sostiene, en una especie de silla viva de brazos y piel y piernas. Me envuelve. Como lo hizo con su pensamiento desde que tuvo noticia de mí. Aunque es una foto descolorida, ambas nos vemos rojizas, quizás por los misterios de las cámaras kodak de la época.  Yo, hija, desprevenida, aparentemente indiferente a ese halo infinito que ahí me abraza y que mi mamá construyó con pedazos de “tortas  Popeye” que nos preparaba para que comiéramos espinaca, ponches de huevo crudo mal hechos, Griffin blanco para los zapatos del colegio los lunes de gimnasia.

Cuando tenía 18 años me quedé a vivir sola en Bogotá para empezar la universidad. Fuimos a comprar algunas cosas para mi nueva vida de estudiante emancipada. Recorrimos  almacenes bajo las órdenes de mi tiranía adolescente. Saqué a relucir mi cara de puño de la vieja foto, que por esa época era mi mueca constante, me quejé, gemí, protesté. Nada me gustó, no nos pusimos de acuerdo sobre nada de lo que íbamos a comprar, entré al carro y tiré la puerta. Me escurrí en el asiento, me puse las gafas de sol y miré hacia el vidrio, veneré la majestuosa posibilidad de finalmente vivir sola. Y oí algo. Como un suspiro. De reojo miré. Mi mamá manejaba y lloraba. Con una mano giraba el volante y con la otra se limpiaba las lágrimas. Algunas caían sobre la palanca de cambios y rodaban hasta el tapete de caucho negro, lleno de migajas de papas y platanitos que mi hermano y yo comíamos en clase de conducción. Quise llorar y pedirle perdón y dejarme envolver. Pero solo seguí mirando fijo por la ventana.

Estoy en Irlanda y pierdo un autobús que va de Dublín a Dundalk, donde está la casa en la que vivo. Soy la Babysitter de dos diablos, dos hijos de alguien, que caminan con los zapatos llenos de barro sobre el mesón de la cocina y esparcen sus medias mojadas en la cama donde duermo. Su mamá se esmera en vano en que sean educados y los mima y madruga a prepararles avena. El siguiente bus sale tarde y llega a Dundalk a las 12 de la noche. Pero yo me tengo que bajar antes, exactamente en Blackrock, un caserío con bosques y pastizales y perros bravos que ladran escandalosamente.

Y me bajo del bus y es ya muy tarde y empiezo a caminar. Todo está oscuro y acelero el paso y al correr cerca de los portones oigo a lo lejos conversaciones, platos de loza, una televisión prendida. Y sudo, aunque estamos a 3 grados. Y corro más rápido y pienso en mi mamá. Y reconozco finalmente su luz, pero es la luz de la casa y corro hacia ella y pienso en el mapamundi y todos los kilómetros que nos separan, las montañas, los países, el océano.

-Mañana como es el día de la madre, te dejo dormir –me dice mi hija de 5 años como gran concesión. La abrazo y la envuelvo. Ahora la niña de la foto es mamá y la mamá es abuela y ese campo invisible, indestructible que las mamás tejemos alrededor de los hijos nos acompaña también como hijas por la vida y más allá de ella.

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