Infancia vintage

recuerdos de infancia

Aburrirse. Somos quizás la última generación que conoció en carne  propia el aburrimiento. Somos la casta de nacidos en los 70, los infantes que entendieron a temprana edad el concepto de eternidad: pararse frente al  televisor a esperar que fueran las 4 de la tarde para prenderlo y ver unas rayas de colores acompañadas con un sonido de pito. El feliz preámbulo de la programación. Solo dos canales y en uno “El boletín del consumidor”.

Éramos autónomos, autosuficientes. No sabíamos una palabra de inglés, ni francés, ni mandarín, pero a los seis años ya íbamos solos a la tienda del barrio. Yo sabía contar las devueltas y pasar la calle y ahí, en la calle de camino a la tienda, me encontraba con otros niños solos, como yo, cumpliendo con su papel de lo que  era ser niños en esa época: hacer mandados con propiedad e independencia.

Eso no era todo: a mí a la tienda no me mandaban a comprar pan o leche, sino cigarrillos. Eso sí: mi rango, estatura y edad me daban derecho limitado a adquirir los cigarrillos sueltos, no en cajetilla. Recuerdo que una vez al regresar a la casa con los cigarrillos sueltos en la mano, me resbalé. En la entrada del edificio habían echado una montaña de jabón Fab. Tampoco existían los letreros amarillos que ponen ahora :

-¡Alerta, piso mojado!

Como la frase del personaje de un famoso programa de la época: cada quien se rascaba con sus propias uñas, sin importar la edad.

Recogí los cigarrillos llenos de espuma, endebles, los limpié con mi camiseta, los soplé y seguí de camino hacia mi casa. Creo que mi mamá hasta se los fumó y salieron burbujas que corrimos a reventar con mi hermano.

Viví una infancia libre, silvestre. Estábamos hechos de lluvia, de barro, de medias sancochadas de sudor en botas Machita. Salíamos en la mañana recién bañados y regresábamos cuando ya todo estaba oscuro, con las uñas negras y los brazos enronchados porque nos habíamos revolcado en algún hormiguero. No golpeábamos a la puerta, porque nadie nos abría, a los niños de mi generación nos dejaban la llave de la casa debajo de una matera y si se les olvidaba (sucedía a menudo) escalábamos la pared y nos metíamos por la ventana.

Éramos conocedores de la naturaleza y sus misterios, sabíamos que las lombrices tienen una doble vida y si se dividen, pueden seguir cada una por su lado. Competíamos por ver quién se había arrancado más carachas de las rodillas y a veces, solo a veces, hasta nos las comíamos.

Y como dijo una comediante argentina que me encanta, Magalí Tajes, nadie nos criaba, simplemente ahí estábamos. Ningún adulto se cuestionaba si y cómo nos estaba cuidando, alimentando o educando. Existíamos y ya, éramos seres vivos bastante autónomos desde tierna edad y a ningún grande del entorno se le pasaba por la cabeza que tenía que distraernos a propósito para que no nos aburriéramos. Los adultos estaban en lo suyo y nosotros en lo nuestro.

Mi mamá, tenía una vecina,  donde nos llevaba todas las tardes.

Una vez, mientras jugábamos parqués, su hija, de más o menos dos años, se metió una pequeña ficha a la boca.

Yeya, la vecina de mi mamá, gritó desesperada, tratando de sacarle a la niña la pieza de la boca:

-¡Carajo, escúpala… que me descompleta el juego!

La limpió de babas y la puso sobre el tablero. Todos seguimos jugando como si nada mientras la niña pasaba del color violeta a su rosado original. Se secó las lágrimas y se fue a una esquina a construir torres con algunos rollos de papel higiénico que estaban tirados por el piso.

 

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