Un día eres joven y al otro descubres que han pasado casi 20 años desde tu tesis de grado. Mi tesis reflejaba más o menos el sancocho mental que tenía yo en la cabeza por esa época, y en vez de hacer un cortometraje o un proyecto de televisión educativa, me dio por emprender, porque fue toda una empresa, una investigación con tintes sociológicos pretenciosos acerca de la identidad colombiana. Cómo éramos los colombianos, qué sentíamos que era ser colombiano, qué nos caracterizaba y cómo esa identidad se reflejaba en unas campañas publicitarias de la época.
Durante el proceso de escritura de esta tesis me adentré en los recovecos más profundos de mi ser universitario. Fui quitando capas de cerveza y de canciones de Los Rodríguez y empecé a recorrer ese camino de piedras y rosas que transita cualquier alma cándida a la que le toca escribir una tesis: lloré, sufrí, reí. Asalté la nevera de mi tía, que me prestaba el computador para escribir, y se la dejé pelada no pocas veces. Me pregunté qué trauma de infancia habría podido padecer el inventor de las normas Icontec para ensañarse con la humanidad de una manera tan miserable. Entrevisté a intelectuales y eminencias en mi materia de estudio (me enamoré de alguno). Y pasé por el rito de iniciación sin el que nadie puede graduarse: perdí un diskette con toda la información importante la víspera de una entrega. Pensé en dejar todo tirado e irme de okupa con mi prima, no sin antes cortarme capul yo sola para terminar de hundirme. Y finalmente, después de lustros de trasnochos, de tusas románticas y académicas, entregué el borrador definitivo. Me lo devolvieron para corregir y yo me morí. Pero al tercer día resucité para ir a la inauguración de otro bar de música electrónica con mis amigas.
Durante estos casi 20 años, cuando algo me hace pensar qué es lo que nos distingue como colombianos, mi tesis vuelve a mi cabeza.
Pero aparte de las teorías, está la vida.
Cuando uno vive afuera hay muchas cosas que hacen falta de Colombia.
De lo que comemos: la arepa, el mango, el aguacate.
De lo que somos: la amabilidad de la gente, la sonrisa a flor de diente, la calidez.
Hace unas tres semanas, justo antes de mi viaje, terminé la venta de todos mis muebles. Puse anuncios en Facebook y Olx. Por Olx vendí casi todo. Y en las conversaciones de chat con los compradores, fuimos construyendo una relación que iba más allá del negocio. Un estudiante universitario queriendo llenar su nuevo apartamento compartido, se llevó, feliz, mi comedor. Una abuela joven quiso mi cajonera para su hija. Iba a tener bebé y no tenía dónde guardar la ropita. Una ejecutiva me compró mi mesita auxiliar para su diminuto apartamento en el que empezaría una nueva vida después del divorcio. Y los más amables: Mauricio y su primo Jhonny Alejandro.
Mauricio, un militar recién casado que quería darle la sorpresa a su esposa: mi lavadora. Vivían fuera de Bogotá y su sueño era poder regalarle los electrodomésticos básicos:
– Quiero que ella esté contenta – me dijo ilusionado, por celular. Porque con Mauricio ya no sólo chateábamos, también conversábamos.
El día de la entrega de la lavadora el pobre Mauricio se enfermó y tuvo que venir su primo Jhonny Alejandro. En su foto de perfil de whatsapp, una niña, su hija, abrazaba un oso de peluche.
Antes de llegar a mi apartamento, Jhonny Alejandro me llamó para disculparse por unos pocos minutos de tardanza :
– Tranquila, que ya voy en caminito.
”Caminito” – dijo. Me enternecí pensando en ese diminutivo, en Colombia, en el viaje, en los aguacates, en la foto de la hija, en el oso de peluche, en el pobre Mauricio con 40 de fiebre.
Lo esperamos en la puerta. Jhonny Alejandro llegó. El tapabocas dejó entrever unos ojitos rasgados y sonrientes:
-Buenas tardes, vengo por un gangazo! -dijo desde la entrada.
Lo invitamos a pasar y con atención tomó nota del funcionamiento de la lavadora. Mi esposo se la ayudó a bajar, casi se hernia.
Por la noche, antes de dormir, me imaginé todos mis muebles y electrodomésticos en otras casas, las casas de sus nuevos dueños: el estudiante, la divorciada, la abuela joven, Mauricio. Y me sentí feliz de dejar fluir la energía para hacer felices a otros con las cosas que algún día fueron mías. Luego me dormí.
Al otro día me llamaron del banco:
– Ayer le hicieron una consignación, verdad?
– Si, fue el pago por una lavadora.
– El cheque con el que pagaron era de chequera robada.
No puedo negar que fueron los ladrones más amables y cálidos. Ni siquiera los he borrado de whatsapp, ni ellos a mí. Simplemente cada uno ahora seguirá su “caminito”.
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