A los cinco años me gustaba la plata. Me gustaban las caras y los dibujos de las personas impresas en los billetes. Verdes, azulosos, rosados desteñidos. Un tipo triste de capul trasquilado y dedos largos con un globo terráqueo en la mano me miraba desde la lejanía de otros tiempos a través del billete de veinte pesos. Era El Sabio Caldas. Me fascinaba. Me topaba con sus ojos lánguidos cada vez que abría mi billetera roja de Hello Kitty. Ahí lo tenía guardado como billete de la buena suerte. Y Policarpa Salavarrieta, mi preferida. La encontré por casualidad en un billete viejo y arrugado de dos pesos que hacía las veces de separador en un libro de recetas abandonado en la cocina. Cachetona, su pelo ondulado y morado se fundía con los arabescos también morados del borde del billete. Policarpa mirando para otro lado, Policarpa pensando en quién sabe qué.
También estaban los árboles. Los árboles de plata: frondosos, brillantes.
-¿Y es que acaso acá tenemos un árbol que da plata? ¡No, mijito, deje de pedir tanto! –
Le decía la mamá de mi mejor amiga a su hijo adolescente. Y yo me imaginaba las matas de plátano que en vez de racimos tenían billetes enroscados de todos los colores.
Por esa misma época le rogué a mi mamá para que no me mandara lonchera al colegio. Yo quería la plata. Las monjas del colegio, pulcras y ordenadas en tantos contextos de la vida escolar, eran completamente inexpertas en cuestiones logísticas simples como organizar una fila para la tienda de las golosinas. En una montonera salvaje se fundían niñas de todas las edades tratando de comprar papitas y Bombombunes. Yo me sumergía en esa turbamulta con un billete arrugado en mi mano. Saltaba tratando de entregárselo a la madre Rosita que atendía el mostrador. Ella me daba la devuelta con un puño de monedas que yo agarraba con fuerza, pero que se me iban chorreando de las manos en mi lucha por llegar hacia la luz: la puerta de salida. En ese recorrido perdía botones del chaleco, recibía codazos, salía con el pelo enmarañado.
La plata era más que una cosa. La plata era una experiencia estética, física. Un objeto cuyo valor residía principalmente en sus colores, dibujos, personajes, sensaciones. Su olor a calle, su textura rugosa y suave a la vez.
Tal vez esa concepción infantil del dinero más como objeto estético que funcional y práctico dejó su huella en mi subconsciente. Tal vez es la razón por la cual hoy soy una analfabeta financiera. Soy una Peter Pan del sistema bancario. Soy un espécimen raro que sin ser okupa, jamás ha tenido tarjeta de crédito. Sigo siendo la cliente cándida que en la oficina del banco mira distraída los botones de la camisa del asesor mientras él muy serio explica la diferencia entre fondos de reserva y fondos de cesantía. Como la Policarpa de mi billete, miro hacia otro lado, pensando en quién sabe qué.
Pero nunca es tarde y uno de mis propósitos de este año que ya va en febrero es aprender de temas monetarios. A mis suscripciones a canales de Youtube de tutoriales de cómo cortarse el pelo sola y de recetas en la olla freidora de aire se han sumado las suscripciones a canales de educación financiera. Me preparo para afrontar conceptos como gastos, egresos, dividendos y tasas de interés con papel y lápiz tomando atenta nota. Palabras que mientras nombro imagino escritas en negrillas dentro de una tabla de Excel del tamaño de un mantel de bodas.
Aurora, está empezando también a entender el significado complejo del dinero. Esta mañana mientras desayunábamos, regó una manada de cereales en el mantel. Mientras los contaba uno a uno con los dedos, me reveló su descubrimiento:
-Mami, ya sé cómo funciona el cajero.
-Cómo.
-Yo pensé que el cajero regalaba plata.
-¿Ah no?
-No, ya entendí que para que te la regale tienes que trabajar.
Ese era el secreto de El Sabio Caldas. Por eso su cara desalentada y pensativa. No era ningún objeto de colección, ni único ni irrepetible. Era parte de una cadena de montaje de miles, millones igualitos a él que andaban por ahí rodando. No era tampoco un objeto especial de la buena fortuna. Te podían dar varios Sabios Caldas por hacer un trabajo y los podías meter todos arrugados en tu billetera.
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