Odio viajar por carretera. O más bien: odiaba viajar por carretera por culpa de La Línea. Ese tramo que parecía de nunca acabar. Eterno, como hecho con fractales.
En los primeros viajes de Bogotá a Cali teníamos más o menos diez y siete años mi hermano y yo. Mis papás, por falta de plata o rezagos del espíritu aventurero de su juventud apenas vivida pocos años atrás, preferían siempre coger carretera. Llenábamos la bodega del carro a reventar con revistas, muñecos, juguetes y cobijas, como si estuviéramos partiendo a colonizar un nuevo mundo. Y en cierta medida así lo era, porque nunca sabíamos lo que el cosmos de las carreteras, sobre todo La Línea, nos deparaba. En el camino, contábamos vacas, oíamos por ambos lados treinta veces el casete de Mercedes Sosa, comíamos quesillos en El Espinal.
Empezaba el viaje con un aire nuevo y prometedor que al pasar las horas se iba transformado. Con la llegada de la oscuridad todo se llenaba de niebla. Bordeábamos los precipicios despacio siguiendo las líneas borrosas de la carretera. Mi hermano y yo apoyábamos la cabeza en las ventanas con miedo y curiosidad. Abajo todo se confundía en un hueco negro.
Sucedía siempre. Era casi como un ritual de viaje inevitable. No hubo ni una vez, ni una, en la que no llegáramos al destino sin que sucediera. Nuestro carro, que por cosas de la vida siempre fue de color rojo, empezaba a perder potencia. Las subidas se hacían más empinadas y el carro se iba colgando como si pendiera de un hilo o se le fuera acabando la cuerda. Hacíamos fuerza con los pies en el tapete, apretábamos los dientes, agarrábamos duro el cuero de las sillas. Como si ese esfuerzo humano y familiar, comunitario, pudiera alentar a la máquina, al motor, a hacer su trabajo. Empezaban a sonar ruidos extraños, golpes, explosiones. De repente salía humo.
-¡Carajo, se jodió el closhhhhhhh! – decía mi papá sudando y dándole rítmicamente al pedal con fuerza y rabia a la vez. Todos nos mirábamos con caras desconcertadas. Y luego el carro se quedaba quieto, muerto, en el tramo más alto y frío dela montaña, o así nos parecía.
En ese panorama oscuro e inquietante, una vez mi mamá y yo nos bajamos a pedir ayuda, no había de otra. Empezó una llovizna menuda y fastidiosa. Caminábamos por el borde de la carretera haciéndoles señas a los camiones que pasaban despacio cargados de tinajas de leche, palos de madera, animales vivos cuyos ojos nos miraban por entre las ranuras de las puertas traseras. Eran las tres de la mañana y un camión grande paró. Con esfuerzo logramos trepar las escalerillas para subir. Don William. El hombre más viejo que yo había visto en mi vida. Su cara huesuda y arrugada hacía contraste con unas manos fuertes y vigorosas que nos jalaron para ayudarnos a subir. Traté de buscar pistas para entender si era bueno o malo. La foto plastificada y colgada en el espejo retrovisor de una niña con el disfraz de Blanca Nieves me tranquilizó. También me tranquilizó que fuera tan viejo. Y me preocupó lo mismo. Si intentaba algo, de un empujón lo podíamos neutralizar. Pero por ser tan viejo quizás ya no veía bien y con esa lluvia y esas curvas. No quise pensar.
– Yo las llevo a un taller que hay acá arribita, ahí vive un mecánico. Y soltó una carcajada inexplicable que terminó en tos. De fondo sonaba la radio con un partido de fútbol que se oía a pedazos por la pésima señal. Llegamos al supuesto taller que era una casita con un perro salchicha amarrado cerca de la puerta y que empezó a ladrar cuando nos vio. Mi mamá y yo nos bajamos. Golpeamos, llamamos, insistimos. Nunca nadie abrió. Cuando volvimos al camión, Don William roncaba abrazado al timón.
– ¿Y ahora? -dije. Mi mamá no contestó.
Me agarró de la mano y bajamos en medio de una niebla cada vez más fría. Animales, ladrones, huecos. Eran todos elementos posibles del camino. Yo no quería misterio, precipicios y varadas eternas. Yo quería ser como esas niñas que se montan en un avión comiendo chicle.
Esa noche dormimos todos en el carro. De repente, alguno desgranaba los ojos ante un ruido, una luz. La mañana trajo una sensación de nuevo inicio. Una nueva oportunidad que le dábamos a esa carretera para que se reivindicara. Lo peor había pasado. O al menos hasta el año siguiente, cuando mis papás nos propondrían, de nuevo, la brillante idea de viajar por carretera pasando por La Línea. Y ante nuestras quejas y los turbios recuerdos del viaje anterior, nos responderían que todo era parte del paseo. Hacia las nueve de la mañana, una grúa de Cajamarca nos vino a recoger y almorzamos en un restaurante típico de Armenia. Hicimos chistes, nos reímos. Pensamos en lo que estarían haciendo ahora el salchicha del taller y don William, si se habría despertado o no. Seguimos nuestro camino con Mercedes Sosa a todo volumen y cuando llegamos al Valle abrí la ventana hasta abajo. Sentí el viento tibio y rápido y los latigazos de mi pelo en la cara. El paisaje divino y plano que se extendía como una sábana infinita y recién planchada, perfumada. Entonces le dije a mi hermano gritando porque ambos teníamos las ventanas abiertas a tope y no se oía nada.
-¡Me fascina llegar a Cali, pero odio la Línea!
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