En los años 90 cuando la onda de la comida sana y orgánica ni siquiera se asomaba por la esquina yo ya era toda una adolescente “Green-holística”, fui una verdadera visionaria. Dejé de tomar Coca Cola a los 14 años por decisión propia. En las minitecas de garaje todas sudábamos bailando al ritmo de Juan Luis Guerra y yo tomaba agua. En el colegio, mientras mis amigas mitigaban el aburrimiento de los recreos en un colegio sólo de niñas atiborrándose de pasteles Gloria rellenos de un arequipe denso y delicioso yo comía barritas de granola.
De esa época me quedó un vicio del que todavía se me burlan en familia: leer las etiquetas de todo lo que me como. Ir a hacer mercado conmigo puede ser un acto de paciencia zen; me puedo demorar horas leyendo a fondo cada empaque como si fuera la letra menuda de un contrato legal con el que me quieren tumbar.
De adolescente también comí chatarra. Adolescencia que se respete no es tal sin hamburguesas, papitas y salsas. Pero la verdad yo lo hacía más por una especie de presión social, mi verdadero antojo eran las ensaladas de frutas de Carulla con yogurt por encima.
Pero la maternidad cambia muchas cosas. Una tarde, ya de adulta, me metí en el baño y oriné en un aparatico de plástico blanco. De la nada se asomó una rayita roja: positivo, iba a ser mamá. Antes de salir del baño mil preguntas llegaron como una tormenta de meteoritos a mi cabeza. No tenía ni idea de las respuestas. Salí del baño, el futuro padre me esperaba con cara de penaltis en una final del mundial:
-¿Y?
Con una sonrisa le anuncié que iba a ser papá con la única idea que tenía clarísima en mi mente:
– Desde ya te digo, este hijo o hija jamás sabrá lo que son colorantes, conservantes, sabores artificiales y azúcares refinados hasta que tenga cédula.
Debo decir que me mantuve fiel a mi sectarismo gastronómico por un buen tiempo, hasta que Aurora cumplió 1 año. Hasta que tíos y tías y abuelas y primos y vecinos y hasta desconocidos se interpusieron en mis planes.
Una vez en un curso de estimulación, otra mamá le ofreció a Aurora un bon bom bun. Yo estaba de espaldas, hablando con otra mamá, al voltearme, en cámara lenta vi cómo la bola de color morado se acercaba a la boca de mi hija:
-¡NOOOOOOOOOOOOOO!
Grité asustando a todos los bebés, algunos se pusieron a llorar, sus mamás me miraron mal. Demasiado tarde, a Aurora le encantó ese dulce que seguramente tenía como fecha de vencimiento el año en que ella entraría a la universidad.
Otra vez en un parque al que vamos con varias mamás, a una niña se le regaron unos Chitos (léase pasabocas colmados de tartrazina y otras “inas” igual de dañinas). Mientras yo, distraída, le pelaba una manzana a mi hija, ella lamia todas las migajas del suelo.
Mi esposo, espontáneamente, también empezó a hacer campaña en mi casa para que yo me suavizara un poco con el tema de la comida:
-Tienes que dejar que pruebe de todo…
-Colorantes jamás.
Le dije amasando con fuerza mis arepas de quinua y amaranto.
Suspiró resignado mientras abría un paquete de galletas:
-Si sigues así, esta niña a los 15 lo va a dar por una Coca-cola.
Tal vez tenía razón, no la podía tener comiendo solo orgánico y sano si después en el colegio iba a descubrir un mundo prohibido que siempre le negué.
Ser mamá también es cambiar lo incambiable. Un día llegó mi prueba de fuego. Fuimos a un cumpleaños en donde lo menos artificial eran unos pasteles llenos de anilinas. Traté de distraerla con lo más sano que se me atravesaba: unas crispetas abandonadas en un plato, la lechuga de adorno que ponían en las bandejas, el hielo de los vasos. Hasta que ella misma reivindicó sus derechos en media lengua:
-Mamá, yo, pastel… Yo, bombón, yo, galleta.
Hice de tripas corazón y le ofrecí de mi propia mano un cupcake del color del metileno. Cagó tres días azul, pero fue feliz.
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