Desde que soy mamá tengo una fantasía recurrente, un deseo, una utopía, quizás una extravagancia: DORMIR, así con mayúsculas. Solo escribir la palabra y se me hace sueño a la boca.
Es tal vez, lo que más extraño de mi vida pre-mamá. Ahora duermo, claro, ni más faltaba, pero ese dormir profundo, ese dormir de definición de diccionario: estar en un estado de reposo en el cual queda totalmente suspendida cualquier actividad consciente y todo movimiento voluntario, es muy lejano a mi dormir de ahora que soy mamá.
Son ya parte de mi historia patria esas dormidas, largas y, sobretodo, ininterrumpidas que un día se fueron sin despedirse. Me abandonaron sin avisarme, después de años de relación, no me dejaron ni una notica en el colchón. Simplemente, cuando tuve a mi hija, sintiéndose tal vez en un segundo plano, agarraron su equipaje onírico y se fueron a buscar mujeres sin hijos con las cuales entablar una relación más seria.
Desde los primeros días de vida de mi hija, noté a mis nuevas huéspedes. Unas dormidas que irrumpieron en mi nuevo estado maternal con todo el brío de su juventud: entraron sin siquiera golpear a mi puerta, simplemente se apoderaron de mi almohada y se instalaron sin pedir permiso.
Cierro el ojo y las oigo llegar: ahí vienen emperifolladas, listas para hacerme trasnochar con ellas, frívolas, ligeras. Unas dormidas de a sorbos, siempre biches, jamás maduras. Me he tenido que acostumbrar. He experimentado en carne propia lo que me decían tantas mamás, mucho antes de que yo lo fuera: cuando se es mamá, nunca se vuelve a dormir igual.
Me parecen ahora un lujo, esas épocas de la universidad en las que uno llegaba a la casa a 4 de la mañana, tiraba los zapatos y se acostaba con ropa y todo. Después de no sé cuántas horas, el hambre hacía las veces de reloj despertador, la barriga crujía y entonces uno se levantaba, pero sin abrir los ojos del todo y se iba a la cocina medio zombi. Abría la nevera y sacaba un pedazo de jamón guardado del día anterior y uno se lo comía ahí al frente, en tres bocones, con la puerta de la nevera abierta. Luego se iba para la cama a seguir durmiendo y, de ser posible, a retomar el sueño en el punto narrativo en el que había quedado, con las persianas cerradas sin saber si era de día o de noche.
En mi familia hemos sido grandes dormilones, así como hay familias de grandes negociantes o grandes deportistas, nosotros hemos sido premiados con la ausencia de insomnio, que no es poca cosa teniendo en cuenta los tiempos que corren en los que el afán de ser siempre productivos y el estrés no dejan descansar a más de uno. Jamás hemos tenido que contar ovejas o ver documentales aburridos para entregarnos a los brazos de Morfeo. Somos de una rara casta que pone la cabeza en la almohada y ya está, como piedras. Pero la maternidad cambia hasta la genética con la que llegamos al mundo y ahora no es que me cueste conciliar el sueño, pero si mantenerlo a esos niveles profesionales de antaño.
Hoy yo no sueño con lujos, riquezas, o fortunas, yo sueño con dormir. Si tengo media hora libre porque mi hija y su papá han salido a hacer mercado, a la pregunta de qué hacer en este tiempo breve, si lavar la ropa que ya se desborda de la canasta o dormir, mi respuesta siempre será la misma: dormir. ¿Depilarse a fondo hasta obtener unas piernas tersas como la seda o dormir a pierna (peluda) suelta? Dormir, siempre dormir.
El lunes pasado me subí en un bus. Al lado mío iba un señor de corbata y maletín, mirando por la ventana. Después de un rato empezó a cabecear, de reojo vi como sus ojos se iban cerrando, se abrían por momentos sin fijar la vista en nada, hasta que ya no se abrieron más. El tipo de había dormido, profundamente. Se había lanzado dulcemente, con corbata y todo, en ese lago hondo de sus sueños. Nada lo hacía despertar, ni los pitos, ni la bulla, ni las conversaciones ajenas por celular. Yo lo miraba con envidia; como los perros cuando se acercan a la mesa para que uno les bote un pedazo de pan. Yo quería mi pedazo, quería que el tipo al menos me botara las migajas de ese sueño delicioso que lo envolvía. De repente, el bus frenó como frenan los buses en Bogotá, como escupiendo gente y el tipo saltó y abrió sus ojos desorbitados, miro para lado y lado, como buscando pistas para descifrar en segundos de dónde venía, para dónde iba. No pude evitar sentirme aliviada.
Hoy, con la sabiduría de una madre trasnochada, les propongo a las que todavía no son madres o a las embarazadas que están por serlo: sean preventivas para el futuro y empiecen desde ya su Banco de Horas de Sueño. Ahorren, ahorren, ahorren para los tiempos de vacas flacas, ojeras y lagañas. Duerman, duerman siempre que puedan en donde puedan y como puedan, sean lujuriosas con el dormir, en un futuro su vida post mamá se los agradecerá.
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