Con su música a todo timbal, no saben, no conocen la dicha del disfrute discreto. Tienen que pregonar a los cuatro vientos sus gustos musicales, como si a los demás nos interesara. Tienen que expresar sus alegrías o decepciones a todo volumen. Para sus tímpanos no existe un límite de decibeles mesurado.
Estas personas son militantes convencidos de su misión: joder al prójimo. Esa es su verdadera empresa en la vida, así sean abogados, ingenieros, oficinistas, desempleados, no importa, su vocación genuina es darle fastidio a los demás.
Pero lo peor es que no les basta con imponer sus canciones a la brava, ¡además las cantan!. Con el agravante de que la mayoría de las veces su oído es inversamente proporcional al volumen con el que oyen su repertorio musical predilecto. Inocentes totalmente de principios clave como el ritmo, la afinación y la entonación, vociferan a todo pulmón los hits de su corazón para que el mundo descubra que el sentido musical les fue esquivo de nacimiento. Pero a ellos nos les importa, antes mejor. Si cantaran bonito sería un concierto, no bulla.
Partiendo del hecho de que cualquier ser humano que se atreva a cantar a grito herido canciones de Ana Gabriel merece toda mi compasión. Sobrio o jincho que esté el personaje, aquel que cierra los ojos con un lapicero en la mano que hace las veces de micrófono y se mece al son de “Amigos, simplemente amigos” mientras gesticula exageradamente las vocales del coro, ya se ha ganado toda mi conmiseración. Y no porque no me guste Ana Gabriel, todo lo contrario, justamente porque para medírsele a hacer esos agudos como solo ella los sabe hacer, hay que tener un despecho muy profundo que necesita salir sin miramientos de afinación. Como comer algo podrido y correr a vomitar, como pisar popó de perro y correr a raspar frenéticamente el zapato contra un andén: hay que hacerlo, hay que expulsar, hay que depurar.
Pero cuando ese cantante frustrado que se desahoga desgañitándose con sus top ten favoritos es un vecino o vecina animado por sus camaradas, la cosa cambia. Y el improvisado público (por ejemplo yo, que vivo en el piso de arriba) pasa de la consideración a la rabia. O mejor, de la empatía al deseo de revancha.
Entonces en las noches que los oigo cantar con la pista de fondo a todo volumen, me envuelvo la almohada en las orejas con la esperanza de que la funda del cojín logre lo imposible: bloquear las ondas de sonido para poder dormir en paz.
Y luego empiezo a fantasear: pienso en bajar al día siguiente con un tambor de latón que le regalaron a Aurora en navidad y le escondimos en la parte más alta del closet por estruendoso. Y entonces me veo parada allí, en su puerta, a las nueve de la mañana mientras duermen su borrachera y empiezo a tocar sin parar, hasta que se arrastran hacia la puerta en piyama y ojeras azulosas con las manos en la cabeza implorando silencio.
Hay un grafiftti, meme, post viral en Facebook, ya no me acuerdo si lo leí en un muro virtual o de cemento real y dice:
“Si la música está demasiado fuerte, estás demasiado viejo”.
Pues sí, estaré cercana a la decrepitud, porque cuando llego a mi casa quiero silencio y calma. Quiero mi música no la de otros. Mientras duermo, mientras como, mientras leo, solo pido algo que a veces parece un lujo: silencio.
O al menos, si van a cantar, que tengan buen oído.
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