Todo cambia después de que nace un hijo. El sexo también, sobre todo los primeros meses. Si uno es afortunado cambia, si no, simplemente desaparece. Me rehúso a que desaparezca de mi panorama inmediato. Pero debo reconocer que mi ranking de los siete pecados capitales ha cambiado. En este momento de no dormir, trasnochar, la pereza me llama mucho más la atención que la lujuria. Primero la pereza, luego la gula y de última la lujuria.
Las fantasías de otras épocas se centraban en encontrar el tiempo y el lugar, la parafernalia o la adrenalina dependiendo del caso. Mi fantasía después de pocos meses de parir es solo una: dormir. Las ilusiones sexuales han sido reemplazadas por deseos irrefrenables de esas dormidas de doce horas seguidas sin interrupción, esos días de levantarse, pedir pizza, seguir durmiendo y volverse a levantar con el sonido del citófono para recibir la pizza y volver a dormir.
El sexo es energía y entre las tareas diarias de nutrir, cuidar, las cosas de la casa, el trabajo, las vueltas etc al final del día quedan solo chispitas, justo cuando la faena debería empezar con todo el ardor.
Un día le escribo un mensaje a mi esposo por chat. Le pongo la muñequita que baila flamenco, una copa de vino y un corazón, cursi pero efectivo. Me contesta con cara feliz.
Son las siete de la noche. Me hago una ducha veloz con estropajo mientras oigo de fondo la canción de “La bella durmiente” de Disney, me embadurno en los restos de un aceite de almendras que todavía me queda en un tarro transparente, el mismo de las estrías para la panza y para las tetas en el embarazo. Desempolvo del closet un atuendo que se podría catalogar como sexy y que ya tiene ese característico olor a guardado, una mezcla entre moho y húmedo, el cual parece no haber visto la luz desde hace lustros. Me subo en una silla del comedor, no para ensayar alguna coreografía temeraria y sensual colgada de un ventilador, sino para alcanzar la botella de vino rojo que está en la parte más alta y alejada de la alacena para ocasiones especiales.
Duermo a mi hija y me acuesto en la cama a esperar. Que hoy llegaba un poco tarde, dijo. Estar en ropas ligeras mientras hay acción y compañía está bien, pero si uno está quieto y solo en una ciudad con la temperatura de Bogotá, el cuerpo se empieza a congelar. Decido meterme debajo de las cobijas, solo por un rato, y de paso prendo la tele. Están dando “Buenos Muchachos” de Scorsese, ya me la he visto mil veces y me la vería mil más. El vino está listo en la mesa de noche, la luz bajita. Mis ojos se empiezan a cerrar.
El cansancio, mi cansancio materno es tan poderoso, más que mi esencia cinéfila, y más, mucho más que mi libido.
Así termina mi noche de pasión: Roncando junto a Ray Liotta, el protagonista de una de mis películas preferidas, que desde la pantalla me arrulla en la escena final, y en una complicidad surreal con mi posparto dice:
-Hoy todo es diferente. No hay acción…
Y yo soy ya un suave bulto bajo las cobijas, abandonada a los brazos fogosos de Morfeo.
Basado en un fragmento de “Aventuras de una super mamá”
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