Instrucciones para sangrar

free bleeding

Era navidad. Yo hacía rato no creía en la carta al niño Dios, sabía que el verdadero Mesías de mi casa eran mis papás, únicos, iluminados que madrugaban un sábado a esa pelotera que es San Andresito para comprar las versiones chiviadas y económicas de nuestros pedidos.

Pero esa navidad me llegó un regalo inesperado. Estaba yo corriendo con los del barrio. Iba a escribir “niños” del barrio, pero estaban ya en ese agujero negro que se chupaba sus cachetes colorados para dejarles a cambio una voz de tarro y el horripilante bozo. De un momento a otro, sentí que me estaba orinando. Salí disparada para el apartamento y entré corriendo al baño. En algún lugar un niño ensayaba “Tutaina” con unas maracas. Ahí estaba mi regalo, sin moño rojo brillante, más bien del color parduzco del betún que usábamos para los zapatos del colegio.

El lunes le conté a mi compañera de pupitre con tono de reclamo: ¿cómo era posible tal acontecimiento evolutivo? ¿Podía yo empezar a menstruar, a cargar ya con la cruz de las toallas y los tampones?

-Y lo peor, -me dijo subiendo una ceja- sin todavía tener tetas.

Y me pasó por debajo del banco un kit de supervivencia: una especie de cartuchera en tela azul cielo de margaritas blancas. Adentro había una toalla, tres cuadritos de papel higiénico y una Buscapina. El kit campeador, el kit que me acompañaría por el resto de mis días fértiles.

Un día vives una vida despreocupada, juegas basket, ves novelas mejicanas por las tardes después del colegio y al otro duermes con una bolsa de agua caliente en la barriga, usas calzones con forma de paracaídas  y debes cargar en el bolsillo tacos de algodón con estilizada forma cilíndrica.

Pero mi regla despareció. Y mi púber mente la olvidó por completo para concentrarse en temas fundamentales: New Kids on te Block y mi amor platónico de la época. El Fulano, para cumplir a cabalidad con su papel de amor imposible y recrear la indispensable tensión dramática de la adolescencia, no me daba ni la hora. Pero eso no importaba, o más bien al contrario, importaba demasiado, porque su indiferencia alimentaba con más potencia todas mis cursilerías. Yo seguía llenando mi “wall” de lo que era la red social de aquellos tiempos paleolíticos a facebook: mi agenda de papel. Repleta a reventar con dibujos en letras regordetas con el nombre del susodicho usando toda la gama de marcadores escarchados.

A los 6 meses de esa primera regla, más o menos, algo inesperado sucedió. Fulano empezó a percatarse de que yo era un ser viviente en su mismo plano, empezó a darse cuenta de que yo existía como ente animado en su misma dimensión. Lo noté cuando pasaba de camino al colegio frente a mi paradero. Al principio creí que su atención estaba destinada a mis compañeras de parada. Después, ante la incertidumbre que me consumía, decidí aplicar el método científico para descifrar quién era la destinataria de sus miradas furtivas. Empecé a madrugar para llegar de primera al paradero, sola. Y corroboré mis felices teorías.

EL ápice de mi vida sentimental se dio cuando mi hermano me preguntó una tarde:

-Fulano me preguntó por vos en el colegio.

-¿Quién? – le dije solo para que repitiera letra por letra lo que acababa de decir.

– Que si vas a la fiesta del sábado.

La banda sonora de mi cabeza arrancó a tocar una versión instrumental melosa de alguna canción, mientras me fui levitando hacia mi cuarto.

Ese sábado de la fiesta me puse mi pantalón preferido: unos jeans beige que había heredado de mi prima y que a pesar de su desgaste daban una imagen de dejadez sofisticada. Por primera vez, me eché sombra café en un ojo y como me gustó el resultado, me la eché en el otro también.

Íbamos a la fiesta con mis amigas. Al llegar sonaba uno de esos merengues eternos como “Nuestro amor” o algo por el estilo, esos que parecía que se iban a acabar y volvían a arrancar con más ímpetu: un suplicio con el parejo equivocado. Entramos a la miniteca, yo me senté en una silla Rimax, había luces blancas intermitentes y una nube permanente de humo con olor a colombina de fresa.

Yo no veía mucho: crestas abombadas que se movían al ritmo de Juan Luis Guerra, algunos resagos de copete Alf, otros pelos tiesos de gel. Sentí solo que alguien me cogió la mano y me jaló hacia la pista de baile. Cuando procesé la información, Fulano estaba justo en frente. Empezamos a bailar, tratando de entablar un diálogo inteligible por encima del volumen de la música, lo cual fue celestial, pues su boca se tuvo que acercar mucho a mi oído cuando quiso decirme algo. En ese momento yo estaba experimentando el verdadero Nirvana:

-¿Qué más del colegio? – Fulano sonrió mostrándome sus dientes blancos perfectos azulados por efecto de las luces.

Cuando me disponía a dejar salir mi voz para responder, empecé a ver que mis amigas me hacían señas desesperadas. Mi regla había vuelto, triunfal. Y mi pantalón beige lo estaba anunciando con bombos y platillos.

Mis amigas del alma se retorcían desde sus sillas haciéndome todo tipo de muecas, contorsiones y musarañas. Me querían salvar del riesgo inminente al que estaba expuesta. El peligro más grande que puede enfrentar un adolescente desde el principio de los tiempos: hacer el ridículo delante de sus amigos, pero hacerlo frente al amor platónico era ya una tragedia mayor. Yo al principio no entendí sus mensaje y seguí sonriendo y bailando anonadada hasta que algo se desprendió con fuerza:

– ¿Me estoy orinando? –pensé aterrada.

Ahora hay un movimiento que se llama “Free-bleeding” se trata de sangrar sin poner ningún tipo de protección. Leí que es también para naturalizar la regla, verla como lo que es, algo natural de lo que no hay que sentir vergüenza. Kiran Gandhi, una deportista de alto nivel sangró libremente en la maratón de Londres en 2014 y ahí están sus fotos en la red: feliz corriendo con sus leggings púrpura.

Y así terminó mi Lovestory. Yo fui la Kiran Gandhi de la miniteca,  pero una versión quinceañera y vergonzante, Como una Cenicienta noventera, salí corriendo desde la pista hasta las escaleras, dejando plantado al príncipe en la mitad del salón. El miedo a hacer el ridículo fue mucho más recio que el amor que yo le profesaba al Fulano desde octavo grado. Tres años tragada para salir corriendo gradas abajo y no volver a mirar atrás. Corrí y corrí, una maratón de 20 cuadras hasta mi casa, de 20 años hasta hoy. Sin dejar zapatilla en el camino. Y el regalo de esa navidad lo sigo destapando cada mes.

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