Ayer me fui a almorzar con una amiga. Nos comimos una ensalada de quinua inverosímilmente rica, teniendo en cuenta la insipidez del famoso cereal y dejamos que por tres horas el torrente de nuestras historias recientes se nos desmoronara por la boca. Después de reírnos, reflexionar y aguar los ojos nos fuimos a caminar con el sol de Bogotá. Nos despedimos en una esquina y me dirigí hacia una tienda naturista en la calle 100 a ver si vendían henna para pelo. Saliendo, sentí que me lanzaban con fuerza una manotada de polvo y partículas extrañas en el ojo izquierdo. Nadie, solo un ventarrón matemáticamente preciso para elevar el mugre y la arena necesarios para que yo sintiera puntillas en mi ojo. Me tapé y me quedé quieta sin poder abrirlo. Luego me fui caminando entre el tráfico y los pitos, sintiendo el ardor. Buscaba un lugar en el cual pudiera pedir un baño. En mi camino me miré en el espejo retrovisor de una camioneta. El ojo parecía una bola roja de ping pong. En la 103 divisé aliviada una farmacia. Dos mujeres estaban en el mostrador.
-Buenas tardes, me podrían por favor prestar el baño para lavarme? – dije casi sonriente, convencida de que iba a encontrar una respuesta afirmativa y ya casi avanzando hacia el baño.
las dos me miraron mudas. Una mascaba chicle en cámara lenta, la otra, se giró hacia un escritorio que estaba dentro del mostrador y dijo en voz baja, casi en secreto:
-Jefe, que si le podemos prestar el baño.
Una mujer de gafas plateadas y dientes de ratón paró de escribir en el computador y me miró, seria.
-No. Están haciendo aseo.
Quise sacarme el ojo de la órbita y pasárselo baboso en la mano para que se diera cuenta de que de verdad estaba inflamado, pero como eso era imposible, solo me le acerqué lo que más pude pegándome al vidrio de la vitrina.
-Mire. –le dije quitándome la mano del ojo- por favor, es solo para echarme agua.
La mujer siguió sentada en su escritorio diciendo con la cabeza férrea que no. Casi contenta, la pobre, de ser tan poderosa en ese ínfimo instante de su vida gris. La del chicle tal vez se lo tragó porque no la vi masticar de nuevo.
Usando argumentos baratos que mezclaban karma, religión y telenovelas, le dije entre suplicante y vengativa:
-Esto le pudo pasar a usted. Deme su nombre que voy a poner la queja.
Puse cara de hija de magnate del mundo farmacéutico y fingí que escribía el nombre de la tipa en mi celular, que para esas horas de la tarde ya estaba completamente descargado y salí. Y me puse a llorar. Mezcla de indignación, rabia y mis hormonas en este periodo del mes. Me prometí memorizar el nombre de la mujer ratón para, ya sin mugre en la pupila, poner una queja formal. Y Lloré y pensé:
-Qué dicha, seguro con estas lágrimas se me sale el mugre.
Pero no, ni eso.
Y por unos segundos largos vi el mundo negro y no pensé en las grandes guerras o las grandes tragedias, sino en las pequeñas nimiedades que pueden hacerles a los otros la vida miserable. Y con mi ojo escurriendo caminé dando tumbos hasta un almacén de pasteles de hojaldres. Un muchacho de gorra y delantal barría en la entrada.
-Por favor. -le dije.
-El baño? Claro que si! –completó él soltando la escoba y guiándome hacia un lavamanos abierto ahí mismo detrás de su vitrina.
Y mientras el agua chorreaba por mi ojo, él me pasaba servilletas, una tras otra. Y con cada servilleta mojada yo iba recuperando la fe en la raza humana.
Mientras el muchacho me decía adiós con la mano traté de acordarme del nombre de la tipa, pero se me había olvidado por completo.
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