En la universidad tuve una compañera que era la hija de un intelectual muy reconocido. Lo que más me acuerdo de ella era que nos contaba siempre que durante toda su infancia su papá le prohibió ver televisión. Para evitar la tentación simplemente en su casa no tenían televisor y su niñez estuvo marcada por la ausencia de ese aparato encendido perpetuamente en otras casas, menos en la suya.
Pero como lo prohibido es lo más apetecido, a ella le fascinaba la “caja tonta” y hacía hasta lo imposible por verla. Se asomaba por las ventanas de los otros apartamentos del vecindario y corría las cortinas con los dedos para espiar al menos las propagandas. Cuando iba de visita donde otros niños, les suplicaba que la prendieran así fuera sólo un ratico. Mientras todos jugaban y corrían, ella se quedaba tiesa, como si fuera de piedra, delante de la pantalla esplendente dándose ese baño de luz televisiva que en su casa jamás tendría.
Yo crecí con la televisión como muchos de los que fueron niños en los 80 y los resultados no me parecen tan malos. O quién sabe. Es decir, nunca sabré cómo hubiera sido yo de adulta sin las horas de televisión que tuve de niña. Pero cuando éramos niños la programación iniciaba a las 4 pm y no teníamos las 24 horas que tienen los niños de ahora; así que matemáticamente seguro hemos visto mucha menos televisión.
Cuando estaba por ser mamá se me vino a la mente el papá de mi amiga y sin ser tan extremista, pensé que yo tampoco quería que mi hija viera demasiada televisión.
Pero una cosa son las expectativas y otra la realidad. Mi hija hoy ve más televisión de la que pensé que vería. Tal vez ve más de la que yo vi a su edad. Pero yo fui criada en una tribu de tías, abuelas, primas y visitas y personas que entraban y salían. Tuve una vida de barrio, de jugar en la calle hasta tarde, de correr, de sudar. Viví en una casa llena de gente en la que la televisión era solo el último recurso. Hoy muchas mamás pasamos tiempos largos a solas con nuestros hijos y esos 15 minutos frente al televisor son nuestro chance para al menos ir a hacer pipí.
Y como cada era tiene sus íconos, la reina actual del mundo televisado hoy es Peppa Pig. La primera vez que oí su nombre yo no era mamá. Una amiga me invitó a almorzar. Entré a su casa hablando animadamente y sin querer, patine sobre una bola de algo que salió rodando con el impulso de un cohete.
El hijo de mi amiga corrió detrás de esa masa:
-¡Peppa!
Gritó preocupado mientras recuperaba del suelo una cabeza de color rosado. Su mamá pateó el resto del cuerpo que había quedado en el corredor:
-Acá tampoco nos salvamos de Peppa Pig…
-¿Peppa qué? Pregunté.
-¡¡Piiiiiiiig!! Me contestaron en coro mi amiga y su hijo.
-Qué nombre tan chistoso… pensé.
Para cuando nos sentamos en el comedor el hijo de mi amiga ya le había puesto de nuevo la cabeza a Peppa. La marranita me miró con ojos amables. Me cayó bien a primera vista. De niña Hello Kitty siempre me pareció antipática por su cara inexpresiva, ni siquiera tenía boca. Al menos Peppa sonreía. Almorcé sin vislumbrar mínimamente que algún día, años después, yo tampoco me salvaría de Peppa: lonchera, maleta, muñeco, lápices, libro y obviamente el programa de televisión de “Pepita”, como le dice mi hija. Mi casa invadida.
En internet circulan miles de artículos, la mayoría sin fuente confiable, acerca de los efectos dañinos de este personaje. La verdad, la serie no me parece más nociva que muchos de los muñequitos que vi en mi niñez. Sobreviví a historias trágicas y aquí estoy contando el cuento. Con el corazón en la mano, seguí de cerca y sin perderme un detalle las aventuras de José Miel, una abeja demacrada que dura todo el programa buscando a su mamá y cuando la encuentra, ella muere. Sufrí con la adaptación japonesa que hicieron del libro “Corazón”: me partía el alma la historia del pequeño escribiente florentino que trasnochaba a escondidas para ayudarle a escribir sobres a su papá que se estaba quedando ciego. Estas eran verdaderas tragedias griegas, pero en los 80 no había internet, así que mis papás nunca supieron si esas historias me podían traumatizar.
Las aventuras de Peppa son mucho más ligeras. Es insolente y maleducada, pero lo más atrevido que le he visto hacer es revolcarse en charcos de barro.
Lo malo tal vez no es Peppa, lo malo tampoco es la televisión. Lo malo pueden ser los extremos. No quiero que mi hija pase horas frente a una pantalla tragándose horas de Peppa Pig o de cualquier otro dibujo, pero tampoco se la quiero prohibir. Porque las prohibiciones tienen consecuencias inesperadas.
Hace unos días, después de años, me topé de nuevo con esa compañera de universidad que se escondía para ver televisión sin que su papá se diera cuenta. La vi venir casi corriendo subida en unos tacones que parecían zancos con gafas polarizadas y su pelo rojo alborotado.
-¿Antonella?
Le grité cuando pasó cerca de mí, sin estar convencida cien por ciento de que fuera ella. Estaba muy maquillada. Frenó en seco. Hablamos unos minutos, intercambiamos números y nos prometimos que sacaríamos el tiempo para vernos otro día, es decir nunca, pero la cortesía ante todo. Iba corriendo porque se le había hecho tarde para llegar a un casting. Hoy trabaja como actriz de televisión.
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