Fui mesera en vano

En un restaurante quiero ser solo cliente

Mi tío dice que si uno supiera lo que pasa en las cocinas de los restaurantes jamás comería en ninguno. Pero el encanto de los restaurantes está precisamente en eso: desentenderse completamente de todo lo que se teje detrás de bambalinas para que nos llegue un plato listo a la mesa. No importa si el cocinero  se lavó las manos, ese no es nuestro asunto como comensales. Y el mesero es ese gran intérprete y mediador entre el universo desconocido de la cocina y el de afuera, el del cliente.

Servir mesas no es un trabajo cualquiera; es de los oficios más complicados y agotadores que hay en la vida. No entiendo a las personas que dicen cosas como: Me iré a Nueva York a conquistar el mundo y mientras eso pasa, haré cualquier cosa… trabajaré de mesero.  Como si fuera cualquier cosa. Como si ser mesero se limitara a correr con platos calientes hasta que los pies se hinchen y memorizar preparaciones enredadas. Como si fuera un oficio insignificante que no merece ser definitivo en la vida de nadie.  Pues para hacerlo verdaderamente bien se necesita un talento especial y no cualquiera es capaz.

Me atreví a ser mesera en mi época de estudiante y después me juré que jamás quería volver a tener ese honor. Nunca tuve la madera necesaria para ese oficio, lo intuí desde el principio, en la entrevista con Caty, la dueña del restaurante. Pero cuando uno es joven le cree más a su optimismo que a su intuición.

En mi primer día de trabajo  me doy cuenta de que Caty tiene un genio negro. O blanco. Mejor dicho cambia cada cuarto de hora. ¿Llegaron los tomates frescos y rojos? entonces está feliz y le pellizca los cachetes al asistente del chef, un muchachito de pantalones escurridos y cara afable que se ríe tímido. ¿No llegó el pedido de mascarpone? entonces se pone furiosa y echa chispas y regaña a Ángela, la segunda chef:

-¿Cuántas veces le he dicho que no les dé a las meseras la comida del restaurante?

Ángela nos alimenta a escondidas. Es una matrona cuadrada como los armarios en los que guardamos la ropa al llegar. Un hada buena y desprendida que nos nutre con manjares sin que “la Caty” como le dice, se dé cuenta. Ante el regaño se encoge de hombros y sigue sentada en su butaquito batiendo claras de huevo.

Caty sale de la cocina alegando sola. Es pequeña y tiene ojos rasgados, unas rayitas que se achinan de igual manera  cuando sonríe que cuando se enoja. Pasada otra media hora ya está de buenas otra vez.

Debo empezar esa misma noche entonces Juliana me hace la inducción. Lleva un año trabajando con Caty, le da del tú y se tratan casi como amigas. Es una mesera experimentada, de esas capaces de memorizar 12 pedidos mientras hace chistes con los clientes, siempre con cara relajada, incluso después de 5 horas de boleo.

Esa noche es mi debut. A las 6 de la tarde me entran un poco de nervios; a las 7 empiezan a llegar los primeros clientes y presiento que tal vez debí aceptar mejor el trabajo en el call center.

Como soy nueva, Caty me encomienda la atención de la sala VIP. Un salón pequeño y reservado para clientes especiales en el segundo piso, sin ninguna otra mesa cerca. A las 9 llega un grupo de personas en lo que parece ser una cena de negocios. Una mujer alta vestida elegante y cuatro hombres de saco y corbata. La mesa tiene solo 4 sillas y ellos son 5. Tengo que compensar mi falta de experiencia con amabilidad, así que con mi mejor sonrisa les ofrezco  los menús y los invito a esperar unos minutos. Salgo del salón y bajo corriendo a conseguir otro asiento. El restaurante está que se revienta. Hago un escáner visual a velocidad de mesero, es decir, rapidísimo: ningún asiento libre. Juliana sale corriendo de la cocina con dos platos de pasta, uno en cada mano, y el descorchador entre los dientes:

-¿Sabes dónde hay sillas? le pregunto lo más rápido que puedo.

Con una habilidad animal suelta el descorchador de la boca y lo deja caer con gracia en el amplio bolsillo de su delantal. Me fulmina con la mirada:

-Tienes la blusa manchada, límpiate… y se va como levitando.

Tampoco puedo preguntarle a las otras meseras porque vuelan de aquí para allá, tan atareadas que no las quiero perturbar con una pregunta inútil.

Subo corriendo de nuevo al segundo piso. Junto a la sala VIP hay un salón desocupado con la puerta abierta. Desde el corredor alcanzo a ver un montón de sillas una sobre la otra. Entro al salón y con dificultad saco la de más arriba y corro a la sala VIP. Todos están sentados, sólo un señor de barba que está hablando cuando entro sigue de pie. Le ofrezco la silla casi haciéndole una reverencia. Inmediatamente me dispongo a recuperar el tiempo perdido y  a escuchar muy erguida sus pedidos. Estoy muy tiesa con libreta de papel en una mano y en la otra un lapicero negro que sostengo en el aire apuntando hacia la libreta, como dando la impresión de estar listísima para tomar la orden. Una estatua de eficiencia y prontitud.  La mujer empieza a hablar. Noto que no es alta, es altísima, porque les lleva como media cabeza a los demás y tiene el pelo como un nido lleno de laca, me reprocho mentalmente por mi falta de concentración:

-Por favor,  quisiera como entrada una ensalad…

El pedido es interrumpido por un crujido, primero suave que va aumentando en intensidad y volumen:

– TRRRRRRRRRRRRRRR

Todos miramos a nuestro alrededor como buscando el origen del ruido hasta que la silla estalla. El señor de barba queda tumbado como un cucarrón  patas arriba,  patalea en vano tratando de pararse, La risa no lo deja. Los otros señores se cogen la barriga por las carcajadas, echan la cabeza hacia atrás, luego lo vuelven a mirar y se contorsionan de la risa otra vez. La señora del nido en la cabeza está roja como el mantel y le da un ataque de tos. Observo mi Big Bang, mi gran explosión en mi primer día, los pedazos de la silla pulverizados debajo del señor escarabajo  y otros segmentos de diferentes formas y tamaños diseminados por todo el salón.

Caty sube con cara de fuego. Al ver la escena cambia su furia por una mueca parecida a una sonrisa y se va sin musitar palabra. No puedo ocultar mi alivio cuando pienso:

-Me van a echar…

Al otro día llego más temprano de lo normal.  Me encuentro con Caty de frente y espero lo peor.

-¿Cómo están las meseras más bonitas de toda la ciudad? me dice mientras me acomoda el delantal como si fuera mi mamá, sonríe y se va como si nada.

Sigo trabajando  sin ganas por unas horas, días, meses más. Entre más tiempo pasa más soy consciente de que soy negada para este oficio y a la par con mi aumento de conciencia crece mi admiración por los meseros del mundo, los buenos, los talentosos,  los que capotean las presiones de sus jefes y de sus zapatos apretados, los que llegan de noche a acostarse con las piernas sobre una pared para activar la circulación después de 7 horas de maratón, los que se saben el menú de memoria.

Un día en pleno fulgor del restaurante pido permiso para ir al baño. No tengo ganas, pero es mi estrategia para poderme sentar a descansar unos minutos. Desde adentro oigo los gritos de Caty en la cocina. La decisión está tomada. Cuelgo mi delantal amarillo en un clavito que hay en la puerta del baño, encima de un calendario de hace tres años, seguramente los cocineros no lo han quitado porque es de una vieja en bola. Salgo del baño y me voy. Camino hacia la calle y el barullo va quedando atrás. Llegando a la avenida principal siento un poquito de remordimiento por haber dejado el trabajo tirado; estoy por devolverme inventando una excusa absurda para justificar mi ausencia cuando me cae como un baldado de felicidad. Sigo mi camino, le pongo la mano a un taxi.

Mi tío dice que si uno supiera lo que pasa en las cocinas de los restaurantes jamás comería en ninguno. Pues yo no quiero saber. No me interesa en lo más mínimo, quiero desentenderme de por vida de cocinas y comandas y menús. A los restaurantes quiero ir sólo y exclusivamente como cliente, pero eso sí,  seré la cliente que le deja al mesero la mejor propina.

 

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