Hace nueve años Claudia trabaja en investigación de mercados. En una de esas empresas grandes, que nos son tan familiares porque desde pequeños hemos visto su logo en los detergentes de nuestra cocina, en los jabones del baño, en los champús de la ducha. Todos los días, Claudia entra en esa mole de hormigón como si fuera a visitar a una vieja tía.
Muy temprano ingresa por una puerta hermética y un vigilante con cara de estaca la guía por un pasillo estrecho, sin ventanas, hasta unos cubículos con vidrios polarizados. Allí se sienta en una silla giratoria beige y observa a sus conejillos de indias. Señoras que han sido invitadas para lavar la ropa con un nuevo detergente. No saben que detrás del vidrio, los ojos verdes de Claudia escrutan cada detalle de su maniobra rutinaria: cuánto jabón echan, si escurren, si restriegan. Todo ese rito de limpiar con las manos la ropa de sus seres amados debe plasmarse fríamente en una libreta de papel blanco. De ahí saldrá la materia principal para producir un nuevo producto de limpieza. De vez en cuando entra un entrevistador y hace preguntas a las señoras, Claudia debe anotar todo con minucia.
Las horas se escurren con la espuma por el desagüe: ellas lavando y Claudia clavada con sus ojos en las manos, el lavadero y escribiendo. Las ventanas hacia la calle son opacas, Claudia no sabe si es de día o de noche porque hay unos reflectores blancos de luz artificial desde que llega hasta que termina su trabajo y se va. Como los pollos de galpón a los que les prenden un bombillo día y noche para que piensen que es siempre de día y sigan comiendo concentrado y engordando y produciendo.
Un día mientras está anotando atenta la rutina de lavado de una señora, Claudia siente calambres en los pezones. Algo está cambiando para siempre en su vida. Claudia está embarazada.
Claudia es mi alumna en yoga prenatal. Estamos con la misma barriga porque tenemos los mismos meses. De todas las del grupo es la que tiene la fecha más cercana a la mía para tener a su bebé, pero el suyo nace prematuro.
Por ley, le dan licencia de maternidad más larga: los dos meses que se adelantó el bebé, más los tres que le corresponden. Lucas es frágil como un insecto, es desgonzado, duerme todo el día y hay que despertarlo para darle de comer, a veces a Claudia le da la impresión de que se va a romper. El tiempo se le va pasando a mil en esa labor primordial de nutrir y cuidar. Ese trabajo que no es trabajo, tal vez magia, milagro.
Llega el día en que Claudia debe volver a su trabajo. Claudia llora. Me llama por teléfono:
-La liberación femenina me sabe a cacho. No quiero ir a trabajar, quiero estar con mi bebé.
No tiene nada que ver una cosa con la otra, pero no le digo nada. Ya su jefe le advirtió que había mucho trabajo acumulado desde que ella se fue y que además un colega había apenas renunciado por lo que debía también asumir carga extra, solo por unos meses.
-Pero tranquila, tendrás tus horas para sacarte la leche.
Le dice dejándole una torre de cuestionarios sobre su escritorio.
Claudia camina hacia el baño con su extractor piensa en el pedazo de su vida que está a un kilómetro con una niñera nueva, joven, tal vez dulce, también inexperta.
Vuelve al cubículo y sigue anotando lo que explican las madres lavanderas:
-Como ésta es la pantaloneta de fútbol de mi niño, con la que va a entrenar los sábados por la tarde, entonces la restriego así para que le quede bien blanquita…
Dice una mamá haciendo fuerza con sus puños sobre el jabón y la tela.
Y por primera vez Claudia le halla un sentido a toda esa arenga de cepillo y detergente, pantalonetas de fútbol, vestidos de fiesta, manchas agresivas de tinta, de grasa que se van, borradas de la faz de la tela por estas mujeres que como tanques de guerra las han arrasado con sus manos, para sus hijos.
Estoy en el supermercado con mi hija y para distraerla de antojos mecateros, la pongo de ayudante a que vaya echando todo en el carrito. Tengo que hacer doble trabajo porque bota a la canasta cosas que no voy a comprar y me toca sacarlas sin que se dé cuenta, pero va muy concentrada y cuando pasamos por los dulces ni los mira. Llegamos a la sección de los huevos, le paso una caja con cuidado:
-Llevemos estos, los de gallina feliz.
En el dibujo se ven las gallinas con sus plumas brillantes y sus picos casi sonrientes congeladas en la ilustración de un pastizal sin fin.
-Mamá, ¿y por qué están felices?
-Porque… cojo una etiqueta que hay en el estante y leo: Han incubado sus huevos en plena libertad, entrando y saliendo del galpón a voluntad. Tienen un ambiente adecuado para pastorear y no sufren el estrés del encierro ni la exigencia de la productividad…
Aurora indica con el dedo a la gallina más grande:
-Está feliz porque va a correr.
Seguimos caminando por los estantes atiborrados y pienso en Claudia que no está feliz, porque no va a poder salir corriendo de la oficina a estar con su hijo prematuro. Y me parece tan raro que estas nuevas tendencias aplicadas al reino animal no hayan todavía sido puestas en práctica para el ser humano.
Una sociedad que- afortunadas las gallinas- ha sido capaz de modernizar los métodos de producción avícola para que no tengan que estar encerradas con los picos cortados produciendo huevos en serie bajo luz artificial. Y no ha sido capaz de entender la maternidad humana como un asunto primal que requiere tiempo, libertad, sincronía con los ritmos naturales de cada mujer.
¿Si las gallinas pueden ser felices por qué las mamás todavía no?
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