De esta agua no beberé… me dije alguna vez pensando en la idea de reproducirme. Pues no solo me tomé el agua, sino que me emborraché con ella.
En 2013, un año antes de quedar en embarazo, me llamaron para dictar unas clases de yoga mamá y bebé. Las mamás iban con sus bebés y en una clase de hora y media si acaso hacíamos tres asanas o posturas. Los niños revoloteaban y daban tumbos, unos se golpeaban y pegaban alaridos, otros dormían, otros se colgaban de la teta de la mamá, mientras ella intentaba hacer la postura del perro que mira para abajo, con la mayor concentración humanamente posible para alguien a quien le están jalando los pezones hasta el piso. Y en medio de la clase, bastaba que una, solo una de las mujeres hiciera un comentario, una pregunta sobre temas maternos para que todas se explayaran en debates interminables.
-¿Qué papillas le das? ¿Teta o no teta? ¿Colecho o que duerma solito en su cuna? ¿Un champú orgánico que no le dañe el pelito al bebé?
Bastaban dilemas de ese estilo para terminar rajando del Dr Estivill y su método militar para dormir a los niños, o exponer las ventajas de la disciplina positiva o tocar en profundidad el tema recurrente de los precios y los requisitos de colegios y jardines, aunque faltaran al menos tres años para matricular a las criaturas.
– Ni que fueran a aplicar a un doctorado en Cornell – pensaba yo.
Me parecían tan ajenas estas conversaciones. En serio, ¿no tenían otros temas de qué hablar estas mujeres?, ¿la maternidad era así de totalizadora y absorbente? Entonces era peor que cualquier secta, religión, dieta o negocio multinivel: te metías de cabeza y ya no había reversa, se volvía el centro de tu vida, ¿estas mujeres no tenían una existencia más allá de su maternidad?
Expectativa: si llega el día en que yo sea mamá, jamás me convertiré en un espécimen intenso que hace de la maternidad el centro de su vida y sus conversaciones. No. Absolutamente no. Realidad: ahora no sólo entiendo perfectamente a mis alumnas de yoga, soy una de ellas. Mamás, bebés, teteros, coches, teorías de crianza, me he enterado de todo con detalle voraz. La tapa de la olla es que en 2016 abrí este blog cuyo tema principal es, nada menos y nada más, que la maternidad y ahora hasta libro escribí.
Expectativa: Cero chucherías, solo comida sana para mi descendencia. Realidad: ¿la salsa de tomate cuenta como verdura?…No, mentiras, este es quizás el propósito en el que me he mantenido más firmemente, pero no he podido ganar la batalla contra el algodón de azúcar o los chocorramos. Me consuelo leyendo la etiqueta y agradeciendo la adición de vitaminas que tiene el pastelito.
Expectativa: el día en que tenga un hijo, voy a botar el televisor por el shut de la basura para no tener ni la tentación de prendérselo. Realidad: tiene tv en su cuarto, lo cual es desaconsejado por todos los expertos en desarrollo infantil, pero aconsejado vivamente por mi sentido de la cordura y mi deseo de tener tiempo para bañarme, vestirme y medio arreglarme antes de salir y hasta para hojear la Vanity Fair mientras Peppa Pig visista a Emily Elefante.
Expectativa: Jamás malas palabras delante de los castos oídos. Realidad: ya se sabe varias y hasta en dos idiomas,.
Expectativa: jamás permitiré que mis hijos armen escándalo en la vía pública o que convulsionen en el supermercado echando baba por un paquete de papas. Realidad: No solo lo permito, además no intervengo, me paro al lado de los que critican y hago de cuenta que el retoño tampoco es mío, haciendo cara de asombro y perplejidad ante el espectáculo.
Expectativa: me inundaré de paciencia zen para resolver cualquier conflicto cotidiano. Realidad: ¡Que te apures, carajo, que vamos a llegar tarde!
Y la lista sigue… pero mamás perfectas no son las que imáginábamos ser antes de tener hijos, sino las que somos hoy porque, sin duda, la maternidad nos exprime nuestra mejor versión.
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